Los ferrocarriles de carga
en la Argentina.
Problemas y desafíos en
vísperas del siglo XXI
Los cambios ocurridos en la propiedad, el control y el
ámbito de funcionamiento, de los ferrocarriles de carga en la Argentina, durante la
década del noventa, son tan profundos como difíciles de trazar en pocas
páginas. La antigua empresa estatal, desorganizada, ineficiente y obsoleta, fue
dividida en diversas unidades operativas que se privatizaron de modo separado.
Las concesiones efectuadas distinguieron las funciones de carga de las de
pasajeros, de modo que el servicio quedó dividido en una decena de empresas,
que operan en mercados y áreas geográficas distintas (aunque no siempre bien
diferenciadas). A lo largo de esa misma década, el gobierno argentino modificó
el marco regulatorio del sistema de transporte carretero (incluyendo la
aplicación del peaje en la mayoría de las rutas), con resultados que
trastocaron las condiciones de competencia entre el ferrocarril y el camión o
el ómnibus. También privatizó el sistema portuario (que quedó subdividido en
numerosas empresas), sin tener en cuenta su interacción con el ferrocarril, y
generó una intensa modificación de los precios relativos de la economía (a
través de la aplicación del Plan de Convertibilidad). La combinación de todos
esos fenómenos con el cambio de orientación de la estrategia oficial, que pasó
del énfasis en la industria a la promoción de actividades primarias (agro,
energía y minería), creó un ámbito muy diferente para la operación del nuevo sistema
ferroviario.
Las nuevas empresas de transporte por riel deben
avanzar por tanteos hasta que se dibuje mejor el contorno del nuevo régimen en
el que operan. Por esas causas, el análisis de sus operaciones en esta
coyuntura presenta un problema delicado: su futuro próximo no se puede trazar
como una proyección lineal del pasado reciente (al que será diferente, casi por
definición), mientras que todavía no se dispone de elementos suficientes como
para definir las posibles tendencias con los datos actuales.
Para superar esos inconvenientes, este trabajo
comienza presentando un esquema somero de la evolución histórica del sistema;
ello permite visualizar las tendencias que definieron la actividad ferroviaria,
y sus relaciones con el aparato productivo nacional. El texto analiza también
la etapa de estatización, posterior a la Segunda Guerra
Mundial, y el proceso que llevó al colapso de la empresa a fines de la década
del ochenta. Es decir que se trata de ubicar la coyuntura actual en el proceso
histórico de "larga duración", a partir de un repaso del nacimiento
del sistema, su maduración y decadencia. Estos parámetros básicos contribuyen a
comprender este presente difuso que se trata en la parte final y que traza las
conclusiones previsibles en esta coyuntura.
Origen y carácter inicial
del ferrocarril
El ferrocarril nació en la segunda mitad del siglo
pasado (con la primera línea inaugurada en 1857) en un período en que la
población local era escasa y los caminos prácticamente inexistentes. Esas
condiciones iniciales explican una característica particular del sistema: la
vía no reemplazó a otros medios de transporte sino que los creó, por primera
vez en el país. Su traza final definió muchas de las variables que darían forma
a la economía y la sociedad nacional. La expansión de la red dio origen e
impulso a la parte decisiva de las actividades productivas que caracterizaron a
la Argentina
de las primeras décadas del siglo XX; ella constituyó un pivote decisivo del
auge de la agricultura pampeana, así como dio fuerza a la producción de azúcar
en Tucumán y a otras actividades regionales. Todo el sistema económico fue
incentivado (o creado directamente) por esa nueva oferta de transporte masivo a
bajo precio, que permitía a los habitantes de una extensa región geográfica
entrar en contacto con el mercado mundial (y, a veces, con el local, que no
siempre estaba cercano). Las numerosas estaciones de ferrocarril que se
construyeron marcaron el origen de pueblos y ciudades, y contribuyeron a
definir el espacio habitado del país. Los rieles quedaron íntimamente ligados a
la sociedad y la economía local.
La fabulosa expansión de la red, que convirtió a la Argentina en uno de los
países con mayor cantidad de kilómetros de vía en el mundo, se concentró en la
región pampeana, la de mayor actividad productiva durante décadas. Ese
transporte fue controlado por varios grupos británicos que se repartieron el
mercado en zonas geográficas y tendieron a formar un trust para defender sus intereses en sus negociaciones con el
gobierno argentino y los usuarios locales. En el apogeo del sistema, la
provincia de Buenos Aires, tenía una densidad de vía por kilómetro cuadrado muy
semejante a la lograda en Gran Bretaña, a pesar de la menor población y la
ausencia de industrias pesadas. El exceso relativo de la construcción de vías
fue la consecuencia de varios factores. En primer lugar, la ausencia de caminos
vecinales que llevaran las cosechas desde las chacras a las estaciones, terminó
resuelto por una mayor densidad de líneas férreas. Esa acumulación previa de
inversiones parecía lógica en una primera etapa, cuando el optimismo y la
especulación coincidían con la puja de los concesionarios por ocupar cada
franja potencialmente atractiva del territorio; muy pronto, sin embargo, ella
comenzó a exhibir ciertos efectos negativos. Ello se notó especialmente cuando
la actividad agraria alcanzó una meseta en su capacidad de oferta, a mediados
de la década del veinte.
La dependencia de los intereses británicos implicó el
uso casi exclusivo de equipos de ese origen, debido a las relaciones entre los
fabricantes de aquel país y los inversores en la Argentina. Esos
equipos no eran tan económicos y eficientes como los de origen en los Estados
Unidos, que ya estaban tecnológicamente muy avanzados hacia fines del siglo
XIX. Los efectos de esa orientación en las compras incidieron con el paso del
tiempo en la calidad del servicio. El ferrocarril argentino no dispuso de
vagones tolva, por ejemplo, pese al rol abrumador del transporte de granos en
los despachos locales, ni de equipos periféricos para facilitar la carga a
granel en el conjunto del sistema (como elevadores en campaña, estaciones y
puertos). Estas mejoras imprescindibles para mejorar la eficiencia y la
productividad del servicio sólo se comenzaron a aplicar, lentamente, hacia
mediados del siglo XX. Las causas fueron varias, aparte de la mencionada. A
partir de la Primera
Guerra Mundial, los efectos del conflicto, sumados al
estancamiento relativo de la oferta pampeana, tendieron a contener las inversiones
ferroviarias en esa zona estratégica para la economía nacional. La expansión de
las líneas, e incluso las mejoras menores, ya no parecían rentables a las
empresas que controlaban oligopólicamente el servicio. Los conflictos
sindicales, que tomaron fuerza desde comienzos del siglo y alcanzaron picos de
gran intensidad hacia fines de la Primera Guerra, eran otra causa de inquietud para
los propietarios de esas empresas que provocaban el desaliento de la inversión. En definitiva, la rápida expansión
física de fines del siglo XIX en toda la región pampeana fue seguida, casi sin
solución de continuidad, por una tendencia al estancamiento prolongado del
sistema técnico a poco de comenzado el siglo XX.
Ese estancamiento relativo del ferrocarril en la zona
pampeana quedó disimulado en las estadísticas globales por el avance del resto
de la red. Esta última, que se despliega sobre la mayor parte geográfica del
territorio argentino, fue construida básicamente por el Estado nacional,
interesado en unir las distintas capitales provinciales con ese medio de
transporte. En ese entonces el ferrocarril era considerado el medio ideal para
generar las condiciones de fomento necesarias para impulsar el progreso de las
amplias zonas extra pampeanas. Los resultados fueron positivos desde la
perspectiva de la integración social y la unidad nacional, pero escasos en lo
que respecta a efectos económicos. La mayoría de esas zonas quedaron marginadas
respecto a la expansión productiva del país, y exhibieron escaso, o nulo, dinamismo
económico; en consecuencia, los ferrocarriles que las atravesaban no alcanzaron
a transportar las magnitudes mínimas necesarias de carga y pasajeros para que
su operación fuera rentable. A pesar de esos inconvenientes, la expansión
física del sistema prosiguió en las primeras décadas del siglo XX. Algunas de
esas construcciones constituían una apuesta al futuro, basada en una gran
audacia técnica, que no se correspondió con los resultados posteriores. Una
obra impactante fue la línea tendida de Salta a Socompa, que llegó a superar
cruces a los 4.000
metros de altura a través de la Cordillera de los
Andes, con el deseo de unir el Noroeste argentino y las costas del Océano
Pacífico. El esfuerzo económico, y los avances que implicó en términos de ingeniería,
contrastan con el hecho de que esa línea no logró nunca movilizar carga de modo
sistemático. Hoy, su actividad se limita a un servicio turístico, conocido como
el Tren a las Nubes, que se desplaza de Salta a San Antonio de los Cobres; la
frecuencia es reducida y su motivo prácticamente exclusivo consiste en hacer
conocer el paisaje cordillerano a sus pasajeros.
La división entre ferrocarriles de propiedad privada
(centrados en la zona pampeana) y estatales (básicamente extra pampeanos) fue
acompañada por una diferencia de trocha. Los primeros atravesaron la pampa con
trocha ancha, mientras que los segundos optaron por la angosta para resolver
los problemas que planteaba atravesar las zonas de montaña y las regiones
boscosas del nordeste nacional. Ese juego de opciones diferentes dificultó la
integración operativa de ambas redes hasta la actualidad. Como una complicación
adicional, en la
Mesopotamia, fronteriza con Brasil, pero separada del resto
del país por el caudaloso río Paraná, se utilizó un tercer ancho de trocha (la
media). Las tres redes terminaron desembocando por distintas rutas en Buenos
Aires, pero sus diferencias de ancho contribuyeron a comprometer las
posibilidades de standardización de equipos y de métodos de trabajo, así como
la operación unificada del sistema.
El comienzo de la
decadencia
La crisis de la década del treinta bloqueó las ya
escasas posibilidades de expansión de la actividad pampeana. El cierre de los
mercados mundiales fue paralelo al estancamiento, y la declinación física de
las cosechas de la región. Los ferrocarriles de capital británico se
enfrentaron al consiguiente deterioro de la demanda de carga originada en la Argentina. La menos
actividad agraria afectaba sus ingresos y su rentabilidad, al mismo tiempo que
agrega un elemento adicional para desestimular todo ensayo de mejora técnica.
Para más, la presión de los accionistas británicos por sostener el flujo de
dividendos en efectivo hacia Gran Bretaña promovió la remisión continua de
ganancias desde la
Argentina. Esa superposición negativa de estancamiento de la
demanda local de cargas y la presión de los accionistas por beneficios líquidos
resultaba incompatible con la mejora potencial del sistema ferroviario e,
incluso, erosionaba la misma continuidad del proceso operativo. En efecto, las
respuestas empresarias a esas condiciones del mercado llevaron a una intensa
contracción de todas las inversiones de renovación, permitiendo el desgaste
continuo y creciente de equipos e instalaciones. Estos fenómenos se agudizaron
durante el largo quinquenio de la Segunda Guerra Mundial. La ruptura del comercio
marítimo, más la incapacidad objetiva de las fábricas británicas para proveer
de equipos a los ferrocarriles argentinos, en coincidencia con la escasa
voluntad de las empresas por encarar dichas inversiones, generaron un desgaste
mayor de la red.
Mientras tanto, la mayor decisión estratégica del
gobierno argentino relativa al sistema de transporte consistió en fomentar la
construcción de caminos para ofrecer una alternativa al desplazamiento de
carga. En 1932, se dictó la ley que creó la Dirección Nacional
de Vialidad, dándole fondos para su tarea en la forma de impuestos especiales.
La administración de ese organismo resultó muy eficiente en la construcción de
caminos, que tendió en paralelo a las grandes líneas troncales ferroviarias. No
ensayó, en cambio, la opción posible de forjar una malla de rutas radiales
dirigida a abastecer a las estaciones existentes (como lo proponía la ley de
ferrocarriles de 1907). Este nuevo programa permitió que el tráfico automotor
comenzara a competir con el riel (hasta entonces monopólico) hasta quitarle
parte de la carga potencial. El ferrocarril sufrió la pérdida del tráfico de
corta distancia, por las razones técnicas que benefician al camión en esos
tramos, a las que se sumaron otras referidas al antiguo sistema tarifario
aplicado por el primero, que castigaba a esas cargas hasta entonces. La caída
de sus ingresos repercutió en su rentabilidad, que se redujo aún más.
La suma de estos factores hicieron que el ferrocarril
llegara al fin de la
Segunda Guerra Mundial en condiciones de elevada
obsolescencia, caracterizada por la antigüedad de sus equipos y la falta de
adecuación a la logística moderna. La mayoría de las locomotoras y vagones
habían superado su vida útil y buena parte de las vías estaban tal cual habían
sido tendidas a fines del siglo pasado. Las empresas británicas decidieron que
era más conveniente vender los ferrocarriles en la Argentina, tal como
estaban, que encarar el costoso proceso de renovación de un sistema cuya carga
futura no exhibía signos de crecimiento. El gobierno argentino aceptó la oferta
y en 1947 adquirió los ferrocarriles privados, luego de una larga negociación.
El discurso oficial los consideró un símbolo de soberanía, en medio de
acusaciones de que sólo había adquirido "hierro viejo" a precio muy
elevado.
Toda la red quedó bajo la administración estatal,
aunque esa relación formal no estaba relacionada con su contenido operativo.
Sólo mucho más tarde, y demasiado lentamente, se comenzó a organizar una
empresa pública que asumiera la conducción unificada de la red existente, con
sus más de 40.000
kilómetros totales de vía. El desafío era grande y
complejo y resultó superior a las respuestas encaradas. Las soluciones exigían
tratar los aspectos organizativos de una empresa gigantesca, donde se debían
integrar estructuras gerenciales y rutinas operativas distintas, mientras se la
modernizaba para atender los nuevos requisitos del servicio de tráfico nacional.
Las soluciones también exigían encarar problemas de orden económico y
tecnológico, que abarcaban inversiones ingentes en la renovación de los equipos
para ganar eficiencia en el sistema. Esas tareas potenciales incluían, por
ejemplo, la necesidad de unificar las trochas, propuesta que nunca se intentó
concretar pese a los estudios sobre sus ventajas operativas y económicas. Los
resultados fueron decepcionantes.
La segunda etapa de la
decadencia
El paso de los ferrocarriles a la administración
pública no ofreció cambios bruscos en sus primeras etapas. Las empresas
operaban, en la práctica, de manera separada, igual que antes, y la renovación
de equipos fue lenta, por diversos motivos entre los que se cuentan las
restricciones presupuestarias y la escasez de divisas para importarlos. Los
mayores trazos de las decisiones adoptadas por las primeras administraciones
estatales estuvieron marcados por un aumento considerable de la dotación de
personal y una rápida caída de las tarifas reales de carga y de pasajeros. El
incremento del empleo se originó, en parte, en las necesidades del manejo de
una red ya envejecida (que requería, por lo tanto, mucho mantenimiento) y, en
parte, en las demandas políticas y sindicales sobre la empresa y el gobierno
nacional, en un momento en que mantener el pleno empleo formaba parte de los
objetivos oficiales. En cambio, la caída de las tarifas no fue tanto producto
de una decisión específica como de la ausencia de ella; debido a que la empresa
no ajustó sus precios al ritmo de la inflación de esos años (por causas
políticas y por inercia operativa), los fletes aplicados se redujeron casi a la
mitad del promedio anterior, en pesos constantes, hacia 1950, y se mantuvieron
en ese nuevo umbral desde entonces. El aumento de costos, producto del mayor
empleo a salarios que subían en términos reales, coincidió así con la caída de
ingresos, producto de la baja relativa de tarifas. Como estas últimas no
alcanzaron a generar un incremento proporcional de la demanda de carga (aunque
tuvieron efectos sobre el número de pasajeros suburbanos), se generó un déficit
operativo que tendió a crecer con el paso del tiempo.
Desde entonces, y durante varias décadas, el déficit
de la empresa ferroviaria se convirtió en su mayor problema específico y en causa
de graves dificultades para el equilibrio del presupuesto nacional. En rigor,
en las décadas del cincuenta y sesenta, el déficit de la empresa ferroviaria
era superior, o al menos semejante, al déficit del Tesoro, aunque la confusión
de la contabilidad pública impide especificar su monto de manera precisa. Este
efecto resultaba crucial, porque el desequilibrio del presupuesto dificultaba
contener las crecientes presiones inflacionarias que brotaban en el sistema de
intercambio económico. El déficit ferroviario, su reflejo en el presupuesto
nacional, y la espiral inflacionaria se hicieron crónicos. Sus efectos fueron
devastadores para la empresa estatal.
Desde comienzos de la década del cincuenta, la empresa
se encontró frente a serias barreras para recuperar su nivel previo de tarifas,
en caso de desearlo. La competencia del transporte rutero, en el caso de las
cargas, había reducido sus márgenes de decisión en ese sentido. Además, la
presión de los usuarios, en el caso del servicio de pasajeros (sobre todo, los
suburbanos en Buenos Aires) bloqueaba la posibilidad de un alza real sin
conflictos sociales, dados los efectos del costo del transporte sobre el
salario real. De hecho, casi todos los intentos de alza de estas tarifas
provocaron reacciones populares explosivas, aunque luego ese impacto sobre el
ingreso de los asalariados resultaba absorbido por el continuo proceso
inflacionario; por otro lado, cuando ese alza se mantenía por un cierto plazo,
se notaba el desplazamiento de la demanda hacia medios alternativos (el camión
o el ómnibus, según el caso) con repercusiones negativas sobre las cuentas de
la empresa.
A los problemas del mercado en el que actuaba el
ferrocarril, se sumaban los internos. Un fuerte poder sindical en el seno de la
empresa (paralelo a una notable presencia del sindicalismo en la vida nacional)
bloqueaba todo intento de contener el alza de salarios o de reducir la cantidad
de personal. La empresa se enfrentó a numerosas huelgas, cuyos efectos se
hacían sentir en la economía y en la sociedad, dada la dependencia nacional de
ese medio de transporte. Esos conflictos contribuían a exacerbar los problemas
políticos debido al carácter de empresa pública del ferrocarril, y su
dependencia evidente de las decisiones del gobierno nacional. Las huelgas
masivas lanzadas en 1951, 1957 y 1959-60, por ejemplo, provocaron tensiones muy
graves en el sistema político y social. Ellas llevaron, incluso, a que el
gobierno decidiera intervenir con las Fuerzas Armadas en la vida ferroviaria;
el reemplazo de la ineficiente organización gerencial por la metodología
absolutista y jerárquica de los militares tuvo resultados poco deseables, y su
aplicación reiterada dejó huellas negativas en el funcionamiento de la empresa
por mucho tiempo.
Una de las consecuencias de estos fenómenos (no
provocada exclusivamente por ellos, pero que contribuyó a agudizarlos) fue la
sorprendente inestabilidad en la conducción de la empresa ferroviaria. En los
35 años transcurridos entre 1955 y 1990, ese organismo público estuvo dirigido
por 40 presidentes, lo que arroja un promedio de permanencia de apenas 10 meses
para cada uno de ellos. Los gerentes tuvieron mayor estabilidad en sus cargos,
pero su dependencia estrecha de las decisiones de conducciones transitorias
tendió a reducir su capacidad de decisión (ya muy escasa por la inercia
organizativa heredada de cuando las empresas eran británicas). Otro fenómeno
negativo se derivó de la tendencia recurrente a reducir las inversiones
físicas. Esa práctica fue adoptada por sucesivos gobiernos para compensar en
parte el costo del déficit operativo de la empresa, y fue sostenida por la
imposibilidad de ejecutar proyectos de mediano plazo en esas condiciones. En
consecuencia, el ferrocarril quedó sometido a las decisiones de corto plazo
(pese a la ambición de expansión y eficiencia del sistema que figuran en
algunos planes de desarrollo que no pasaron del papel), bajo la presión de sus
usuarios, sus sindicatos y algunos lobbies
de proveedores. Su incapacidad para ofrecer servicios contribuyó a fortalecer
una tendencia a la reducción continua de su carga. La creciente oferta del
camión y la aparición de las grandes tuberías para el transporte de petróleo y
gas actuaron en ese mismo sentido.
La antigüedad y falta de adecuación de equipos e
instalaciones era notable. Un balance realizado en 1962, quince años después de
la nacionalización, indicaba que el 63% de los 45.000 kilómetros
de vía tendida en el país estaba apoyada directamente sobre la tierra, tal como
había sido instalada en sus inicios; esta carencia de bases sólidas bloqueaba
el transporte de grandes cargas y limitaba notablemente la velocidad de los
trenes. El atraso en la reposición de material resultaba evidente: el 59% del
kilometraje de los rieles tendidos tenía ya más de 40 años (y una buena parte
sobrepasaba con creces esa edad, aunque los registros no usaron una escala de
mayor antigüedad); en el otro extremo, sólo el 7% tenía menos de 10 años de
vida (de donde surge una tasa de renovación inferior al 1% anual de la longitud
total de vía). Los datos para el material rodante eran similares. El 53% de las
1.600 locomotoras a vapor que contaba la empresa tenían más de 45 años de edad
(lo que indica que habían llegado al país antes de la Primera Guerra
Mundial) y sólo el 9% del parque había sido fabricado luego de 1930.
Desde fines de la década del cincuenta, la respuesta
de las autoridades se concentró en un par de frentes. Por un lado, tendió a
suprimir ramales poco rentables, para reducir el déficit, con medidas que
provocaron airadas protestas de los habitantes de las localidades afectadas
(muchas de las cuales dependían exclusivamente del ferrocarril) en un proceso
de marchas y contramarchas que duró casi tres décadas. Por otro lado, buscó
privatizar ciertas actividades periféricas, con el objetivo de agilizar el
funcionamiento de la empresa y reducir el poder de presión del sindicato. Esos
traspasos, que abarcaron el servicio de comedores en los trenes de larga
distancia y la venta de algunos talleres, que siguieron trabajando para la
empresa como contratistas, no alcanzó a modificar de modo sensible la
eficiencia de la empresa, ni a reducir sus costos.
Diversas propuestas técnicas insistieron en concentrar
la inversión en la mejora de las vías troncales, pero no fueron llevadas a la
práctica. En su lugar, se renovó buena parte de
las locomotoras (finalmente, las diesel suplantaron a las máquinas a vapor),
así como los coches de pasajeros y carga. Ese nuevo material rodante debía
transitar por vías que no estaban preparadas para él, con lo que su capacidad
técnica quedaba subutilizada, tanto en términos de velocidad como de volumen de
carga. Naturalmente, en la década del noventa buena parte de esos equipos han
vuelto a quedar obsoletos, afectados por el moroso proceso de renovación
observado desde mediados de la década del setenta.
No resulta extraño que la carga transportada haya
mostrado una tendencia declinante. Los 30 millones de toneladas anuales
despachadas en 1940 se mantuvieron, en medio de oscilaciones, hasta mediados de
la década del cincuenta, para caer hasta 16 millones en 1962, en coincidencia
con una huelga sectorial y una depresión económica coyuntural. Los despachos
volvieron a superar un umbral de 20 millones de toneladas en 1964, pero se
mantuvieron en torno a esa meseta los años siguientes, sugiriendo la ya escasa
capacidad de recuperación del sistema. En la primera mitad de la década del
ochenta, la carga cayó a 14 millones, magnitud que se mantuvo hasta el derrumbe
previo a la privatización. En efecto, en los años 1991 a 1993, la política
oficial de "terminar" lo más rápidamente posible con el déficit
ferroviario (como parte del proceso de ajuste de la economía), llevó a medidas
como la contracción de operaciones, el cierre de numerosos ramales y la
expulsión de personal. Esa política provocó una reducción de la carga a sólo 10
millones de toneladas anuales, un mínimo que ponía en cuestión hasta la
racionalidad de mantener el ferrocarril como medio de transporte.
La privatización y el
desmembramiento del sistema
La política oficial hacia el ferrocarril durante los
primeros años de la década del noventa estuvo guiada por la urgencia de reducir
su déficit (como parte del ajuste del sector público) que exigía superar la
tradicional resistencia sindical y las protestas sociales. Para lograr el
primer objetivo, intentó reducir los costos de la empresa sin advertir, quizás,
que de ese modo contraía también su capacidad de oferta de transporte y sus
ingresos. La espiral negativa que se originó por esas medidas reproducía, y
hasta multiplicaba, la tendencia al déficit, afectando la propia subsistencia
de la empresa, el tráfico de cargas y el servicio de pasajeros. El despido de
personal gerencial y técnico redujo la ya escasa capacidad de respuesta de la
empresa a los problemas que enfrentaba. La carga cayó a magnitudes mínimas,
como se mencionó más arriba. El número de pasajeros exhibe un derrumbe similar.
Los viajeros suburbanos (decisivo en el transporte de
la ciudad de Buenos Aires, cuyos 12 millones de habitantes se distribuyen sobre
un semicírculo de casi 60
kilómetros de radio) habían caído desde los 400 millones
de viajes anuales de comienzos de la década del setenta a 350 millones a
mediados de la década del ochenta, como resultado de las políticas de ajuste previas,
pero se redujeron a sólo 200 millones en los años 1991 y 1992. Estas cifras
estadísticas exageran la caída, dado que se estima que un 30% de los viajeros
ya no pagaba su pasaje, por falta de controles, y no era registrado como tal,
pero la crisis era evidente. Ella encontraba un irónico efecto inverso en el
tránsito callejero. Por primera vez en décadas, los automovilistas porteños
descubrían que podían cruzar sin mayor espera los 625 pasos a nivel que
subsisten tozudamente en la zona urbana; la prolongada apertura de las barreras
en todos esos cruces se debía a que la frecuencia de los trenes había caído a
un mínimo no conocido en décadas. Los servicios interurbanos, por otro lado, ya
desgastados por una larga historia previa de deterioro de la oferta, fueron
suspendidos a comienzos de la década. También en este rubro, los 25 millones de
viajeros anuales de comienzos de la década del setenta, que ya habían caído a
11 millones en la década del ochenta, se derrumbaron a menos de 2 millones en
los noventa. En estos momentos, las distancias de hasta 2.000 kilómetros
que separan algunas ciudades del país deben ser recorridas en automotor o por
avión.
El enfrentamiento con los sindicatos fue muy duro,
repitiendo la experiencia de procesos previos, y el gobierno la asumió sin
contemplaciones. En una celebrada frase frente a un llamado a la huelga, el
Presidente de la Nación
advirtió que "ramal que para, ramal que cierra", dando a entender que
la suerte del ferrocarril estaba echada, y la decisión final pasaba por el
achicamiento y la privatización, o el cierre de la empresa. Un par de años más
tarde, y con la intención de contemporizar, el gobierno adjudicó al propio
sindicato el manejo del sistema de carga de la red de trocha angosta (conocido
como Ferrocarril General Belgrano), una operación que se mantiene con grandes
dificultades y sostenido por un subsidio estatal, con equipos obsoletos,
servicios escasos, mínima carga y ya casi ninguna oferta para los pasajeros de
larga distancia.
Mientras se tomaban las medidas mencionadas, se lanzó
el proceso de privatización. El procedimiento fue complejo y cargado de
contradicciones, de modo que sólo se resaltan algunos resultados finales. En
primer lugar, se separó del sistema el servicio de pasajeros suburbanos en Buenos
Aires, decisivo por su importancia social y sus enormes costos operativos que,
en las condiciones actuales, no puede operar sin subsidios. Esa red, con un
total de unos 800
kilómetros de vías, a su vez, fue dividido en cuatro
empresas que se entregaron en concesión por separado, contra la tendencia a
unificar el manejo de todo el servicio de transporte urbano en las grandes
ciudades. El servicio de carga se dividió, a su vez, en seis grandes redes:
cuatro de trocha ancha (en regiones que se corresponden con las antiguas
divisiones del sistema), una de trocha media y otra de trocha angosta. Estas
últimas concesiones no incluyen subsidios (y sí el cobro de un canon) y no
exigen la prestación de servicios de pasajeros. Algunos ramales fueron cedidos
a las provincias, para que estas tuvieran la opción de explotarlos; varios
fueron cerrados o se volcaron a fines turísticos. Se ofreció también a las
provincias que operaran los trenes de pasajeros, tomando a su cargo el posible
déficit, pero a condición de que pagaran un peaje a los concesionarios del
sistema de carga cuando recorrían sus vías.
La privatización tuvo marchas y contramarchas. Hubo
modificaciones de los pliegos en cada uno de los casos mencionados y cambios de
las normas de las concesiones después de la entrega a aquellos que fueron
elegidos. También hubo cambios en la composición accionaria de los grupos que
ganaron los concursos, y modificación de los operadores que debían encargarse
de su funcionamiento, de modo que la situación se mantuvo en un alto grado de
fluidez. Más aún, apenas terminada la entrega de
los servicios, se iniciaron renegociaciones de los plazos y condiciones de esos
contratos que siguen hasta el presente. En 1999 se están firmando nuevos
convenios con los concesionarios de los servicios de pasajeros, que modifican
los plazos vigentes, las tarifas aplicadas y las exigencias previas de
inversión. Mientras tanto, se siguen discutiendo algunos aspectos de los
servicios de carga.
Las nuevas empresas de
carga
Del total de seis nuevas empresas de carga, cinco se
juntaron en una cámara que intenta organizar su complementación operativa y
ofrece algunos indicadores de sus actividades que son de interés para conocer
la evolución del sistema durante la década del noventa. La sexta empresa en
cambio (correspondiente a la trocha angosta, o antiguo Ferrocarril Belgrano)
presenta problemas de gestión y rentabilidad que explican en parte las
dificultades para conocer los resultados reales de su marcha. Esta última, que
recorre las zonas de menor desarrollo relativo del país, cargaba alrededor del
20% del total del sistema a mediados de la década del ochenta (con alrededor de
4 millones de toneladas sobre un total de 20) pero solo transportó poco más de
un millón de toneladas hacia fines de la década del noventa. En consecuencia,
esta parte del análisis se va a concentrar en las cinco mayores y decisivas en
el conjunto de la red.
Las cinco redes fueron tomadas por sendos consorcios,
todos ellos formados por grandes empresarios locales asociados con operadores
extranjeros (por exigencia de los pliegos) y la participación ocasional de
socios menores. En dos de ellas (el servicio de trocha media, hoy Mesopotámico,
y el antiguo San Martín, hoy BAP, o Buenos Aires Pacífico) aparece el mismo
grupo empresario local (Pescarmona) que es el único que no opera, a su vez,
como cargador importante de los servicios prestados por el ferrocarril. En los
otros tres se observa cierta imbricación entre esos propietarios locales y una
parte de la carga transportada. Los dos casos más relevante son los del
Ferrosur y el Nuevo Central Argentino. El primero, que toma buena parte de la
red del antiguo Ferrocarril Sur, está relacionada con el grupo propietario de
la empresa de cemento Loma Negra que es uno de los mayores cargadores de la
línea, tanto para recibir materia prima como para enviar el producto final
hacia la ciudad de Buenos Aires, que es su mayor mercado de consumo. El
segundo, cuya red abarca buena parte de
la provincia de Córdoba y su salida hacia los puertos del río Paraná, está
relacionada con la aceitera General Deheza; está última ha integrado con él sus
operaciones de producción de aceite (centradas en Córdoba) con sus
exportaciones a través de un puerto sobre el Paraná en el que también participa
como asociada. El último es el Ferroexpreso Pampeano, que toma buena parte de
la pampa húmeda y sus conexiones con los puertos de Rosario y Bahía Blanca,
está relacionado con el grupo Techint, que lo utiliza para transportar parte de
su producción de acero, aunque la intensidad de sus relaciones recíprocas es
mucho menor que en los otros dos casos. Esas conexiones han facilitado cierta
especialización de los servicios de carga, así como las inversiones necesarias
para lograrlo, como se verá más adelante.
La red entregada a los cinco concesionarios tiene un
total de 21.600
kilómetros, y cada uno de ellos recibió entre un mínimo
de 2.700 y un máximo de 5.700 kilómetros, con un promedio del orden de 4.300 kilómetros.
Todo ese sistema tiene ahora 250 locomotoras y 13.000 vagones, cifras que
ofrecen una buena imagen de las reducidas dimensiones del material rodante y la
capacidad operativa de cada una de estas empresas. A título de comparación
formal, conviene recordar que el ferrocarril en su conjunto tenía 3.000 locomotoras
en 1970, cantidad que se redujo a la mitad diez años después, mientras que los
vagones de carga, para esas mismas fechas, habían caído desde 86.000 a 40.000. No
resulta extraño, por eso, que se hayan dejado de lado los proyectos
tradicionales que promovían la fabricación local de esos equipos; el parque
actual no ofrece posibilidad alguna de que su renovación (y presunto aumento)
permita alcanzar las economías de escala mínimas para esas actividades
industriales. Esta dificultad se ve agravada por el hecho de que la
fragmentación de la propiedad tiende a reducir la cantidad de unidades que debe
comprar cada empresa concesionaria.
Todas esas empresas comenzaron a operar entre 1991 y
1994, con desfasajes en el tiempo que dependieron de las dificultades de cada
trámite de concesión. En su primer etapa, ellas recuperaron parte de la carga
perdida en los años previos a la entrega de los servicios. Para 1997, habían
logrado alcanzar un transporte de 17 millones de toneladas anuales, cantidad
semejante a los valores de mediados de la década del ochenta, pero cercano al
doble de lo movilizado en el crítico período de transición de 1991-92, cuando
el sistema sólo logró llevar 9 millones de toneladas. Esa tendencia se
corresponde con la evolución a mediano plazo supuesta por las empresas en sus
ofertas (con excepción del Mesopotámico, que apenas logró captar la mitad de la
carga prevista) y responde más a la experiencia histórica que a una ganancia de
cargas. En cambio, las tarifas aplicadas cayeron entre 10% y 40% respecto a lo
supuesto en las proyecciones realizadas en 1992 para obtener la concesión; esa
caída fue producto inevitable de las nuevas condiciones competitivas con otros
medios debido a los cambios mencionados en las condiciones del mercado. En
consecuencia, los ingresos en pesos se redujeron en 1997 al 60% de lo previsto
originalmente para esa fecha. Las concesionarios facturaron en conjunto durante
ese año 180 millones de dólares (con un máximo de 48 millones del BAP y un
mínimo de 10 para el Mesopotámico).
Para lograr esos resultados, hicieron inversiones en
equipos y organización que llevaron a aumentar la especialización de las
cargas, mejorar el sistema de comunicaciones (que ya había llegado a grados
abrumadores de obsolescencia) y concentrar los movimientos en los corredores
decisivos del sistema. Las inversiones fueron distintas a las exigidas por los
pliegos, que no se ajustaban a las reales necesidades del servicio, y esas
diferencias fueron motivo de conflictos que prosiguen hasta la actualidad. El
monto total de esas erogaciones fue de 280 millones de dólares hasta diciembre
de 1997 (último año para el que se dispone de cifras), lo que arroja un
promedio aproximado de 60 millones de dólares anuales.
La relación entre las inversiones y la facturación de
las empresas (que fue lógicamente menor a la mencionada en los años previos a
1997) sugiere el esfuerzo realizado por estas, aparte de la necesidad de
solventar el déficit operativo en la primer etapa. Los fondos para inversión
surgieron de aportes de capital más endeudamiento. El esfuerzo de las empresas
se explica por la desproporción entre el reducido tamaño económico de cada una
(medido en términos de sus ingresos), frente a la magnitud de la
infraestructura que deben operar (y que fue aportada, en el inicio, por el
sector público y que permanece teóricamente como de propiedad estatal). Esa
divergencia explica que estos no puedan encarar proyectos de envergadura, salvo
que las operaciones esperadas ofrezcan una tasa muy alta de rentabilidad, pese
a las necesidades objetivas del sistema.
La importancia de la inversión, frente a la magnitud
relativa de las concesionarias, no tiene un correlato equivalente cuando se la
compara con las necesidades potenciales del servicio en las condiciones de obsolescencia
que éste presenta. La relación entre las erogaciones de capital y la longitud
de la red de cargas señala que esas inversiones apenas se acercan a 3.000
dólares por kilómetro de vía por año. Esta cifra sólo puede tomarse como un
orden de magnitud, que no puede trasladarse directamente a las mejoras físicas
ocurridas, pero adelanta su escasa dimensión. Ese resultado ofrece sólo una
primera aproximación, porque la inversión realizada incluye ciertas erogaciones
decisivas en actividades que prácticamente no existían (como las
comunicaciones), que no se pueden considerar como de renovación sino como de
expansión y modernización. No hay duda de que esas decisiones
conducen a una mayor eficiencia, aunque no modifican la condición general de
mal estado de la red. Hay otras decisiones que tienden a modificar los
resultados, como las compras de equipos usados (mayoritarias en estos últimos
años), cuyo valor monetario no refleja la utilidad que pueden prestar en un
sistema tan atrasado como el ferroviario argentino.
Para verificar esas cifras, se han tomado de las
estadísticas de importación nacionales, las partidas referidas a material
ferroviario para el período 1990-96. Esas partidas incluyen las compras
externas de material para los subterráneos porteños (que fueron entregados en
concesión) y las importaciones potenciales de los ferrocarriles provinciales
(que deben estar en un mínimo cercano a cero) y que son difíciles de separar en
una primera aproximación al tema. En cambio, esas partidas resultan representativas
del ingreso real de equipos al sistema puesto que se sabe que prácticamente
todas las actividades fabriles locales en esos rubros han quedado suspendidas.
Las series indican que se importó por un valor inferior a un millón de dólares
en el trienio 1990-92, y apenas dos millones en 1993, en la última etapa de
semi parálisis técnica de la administración estatal; luego de la privatización
se nota un alza relativa, que en el quinquenio 1993-98 permite llegar a un
promedio de 20 millones de dólares anuales (con un mínimo de 11 en 1994 y un
máximo de 35 en 1997). La mitad de los cien millones totales del quinquenio
fueron destinados a la compra de locomotoras de distinta procedencia y, en
general, ya usadas (como surge de constatar sus precios unitarios y los
informes de las empresas); la otra mitad se divide en numerosos bienes de
costos reducidos. Estas importaciones son apenas la tercera parte del total
declarado por las concesionarias; la diferencia puede originarse en la compra
de otros equipos, como los de comunicaciones (que se registran en el rubro con
ese nombre y que no permiten una clasificación por usuario final) y en posibles
obras civiles.
Si se tiene en cuenta que construir un kilómetro de
vía nueva cuesta alrededor de medio millón de dólares de promedio (con los
equipos y material rodante), resulta claro que el proceso de inversión que se
está llevando a cabo no alcanza a renovar ni el uno por ciento anual del
capital potencial instalado; es decir que la renovación total del sistema llevaría
cien años al ritmo de este último quinquenio. En compensación, puede arguirse
que las empresas no utilizan toda la red que se les concesionó y que su
estrategia tiende a concentrar sus inversiones en los corredores troncales. La
información disponible es poco precisa al respecto, pero, si se tomara sólo a
estos (ignorando la situación de los otros que están cayendo en un proceso de
deterioro casi definitivo), se duplicarían, o triplicarían, las estimaciones
previas. Aún así, estas relaciones difícilmente se acercarían a valores del 3%
anual del capital teórico instalado, lo que implica que la renovación del
núcleo del sistema obsoleto heredado de la administración estatal demandaría
más de 30 años.
La escasa magnitud de esas inversiones surge desde el
punto de vista macroeconómico, cuando se trata de analizar las posibilidades de
recuperación del ferrocarril. En cambio, desde una perspectiva microeconómica,
ella se explica por la escasa demanda de carga, que reduce los ingresos de los
concesionarios y disminuye las necesidades de material rodante mientras exige
de estos un esfuerzo financiero para sostener el servicio en estas condiciones
de relativa precariedad. Lógicamente, las empresas privadas deben limitarse a
las inversiones que resulten rentables o imprescindibles, pero no pueden
encarar aquellas que sólo tendrían sentido a muy largo plazo o bien que se
justifiquen en razones de mayor integración del territorio nacional.
La diferencia entre costos privados y beneficios
sociales queda clara. Las empresas no pueden encarar ciertas inversiones
estratégicas, tanto por su lógica de rentabilidad como por su reducida
dimensión relativa (debida a los criterios aplicados en la privatización). La
sociedad no puede beneficiarse si no es a través de la acción del Estado. Este,
a su vez, ha dejado esa infraestructura pública en manos de las empresas y no
exhibe disposición a invertir, tanto por razones ideológicas como por las
restricciones fiscales a las que está sometido. Las decisiones oficiales de no
subsidiar el tráfico de cargas, y de no sostener la estructura de vía, sumadas
a la larga serie de medidas que modificaron el contexto de mercado en el que
operan las empresas ferroviarias, son causas decisivas de ese letargo en el
proceso de renovación.
Características de la carga
Las estadísticas de carga transportada en 1997 por las
cinco concesionarias privadas exhiben el carácter cada vez más especializado
que ha adquirido el servicio ferroviario en el país. El 45% del tonelaje total
se origina en productos agrícolas (con una parte menor en forma de aceite, que
es un derivado directo de aquellos). Ese tráfico es decisivo para el
Ferroexpreso Pampeano (para el que representa 91% de sus operaciones) y para el
Nuevo Central Argentino (con el 66% de su movimiento total). El 29% adicional
se clasifica como materiales de construcción y se origina básicamente en
cemento, clinker y otros, que son transportados, en especial, por Ferrosur
hacia y desde las plantas de cemento de Olavarría (y para quien representan 76%
de la carga de su red). Esos dos rubros explican las tres cuartas partes del
tráfico total y señalan la fuerte dependencia de los ferrocarriles de carga de
algunos productos. En rigor, las dos empresas más diversificadas son el BAP
(que carga 30% de su total con productos agrarios, 21% con materiales de
construcción y 15% con petróleo), y el Mesopotámico (que apenas transporta un
millón de toneladas, monto que lo hace poco representativo de las nuevas
tendencias).
La especialización por productos coincide con la
concentración de la carga sobre ciertos ejes ferroviarios. Los cinco ramales
definidos por los destinos Mendoza-Buenos Aires, Olavarría-Buenos Aires,
Rosario-Villa María-General Deheza, Rosario-Buenos Aires y Bahía Blanca-General
Pico, que suman alrededor de 2.500 kilómetros de longitud (el 12% del total
de cargas), sostienen el tráfico del 60% de los 17 millones de toneladas
transportadas por las concesionarias en 1997. Otros ramales con reducido
movimiento tienden a abastecer a estos, mientras quedan líneas extensas con
carga de menor significación. Esa marcada especialización en el tipo de
mercancía, concentrada sobre estrechas franjas geográficas, ha favorecido el
uso de vagones especiales en numerosos servicios y promovió la búsqueda de
mejoras en el manipuleo de la carga; esas mejoras tienden a aumentar la
eficiencia del sistema en esos circuitos, pero con escaso potencial aparente
para el aumento futuro de actividades.
La comparación de la carga ferroviaria con la oferta
de los productos que se transportan ofrece un indicador adicional de la
capacidad potencial del sistema que permanece sin aprovechar. La producción de
cemento osciló entre 5 y 6 millones por año durante la década del noventa, de
las cuales, sólo 20% se transportó por ferrocarril. La producción de granos y
oleaginosas se mantuvo encima de los 50 millones de toneladas anuales, de las
que el ferrocarril cargó 8 millones en 1997; es decir que lleva el 16% de ese
total mientras que más del 80% se moviliza por camión. Estos casos decisivos permiten
decir que el sistema apenas puede captar una parte menor de aquellas cargas que
representan las tres cuartas partes de sus despachos actuales. Las supuestas
ventajas naturales que debería disponer en ese ámbito han quedado relegadas por
sus fallas de oferta.
El ferrocarril ha comenzado a cargar contenedores,
básicamente con origen o destino en el puerto de Buenos Aires, aunque su número
total sólo llegó a las 34.000 unidades cargadas equivalentes de 20 pies en 1997 (con más de
la mitad concentradas en la línea del BAP). Esa cantidad es poco significativa
y queda por ver hasta qué punto el sistema podrá mantener un ritmo adecuado de
expansión de dicho mecanismo.
Conviene insistir en que los datos señalan una
concentración de los movimientos sobre algunos ramales troncales. La densa red
histórica del sistema ferroviaria ha quedado reducida a unas pocas líneas que
operan efectivamente en la actualidad. Es decir que las mejoras parciales
aplicadas en algunos de esos ejes troncales contrastan con el deterioro
continuo de la infraestructura en amplias zonas de la red. En una gran parte
del ámbito geográfico nacional (sobre todo, fuera de la zona pampeana) surge
una espiral perversa de efectos recíprocos: la falta de servicios contribuye a
desalentar la producción local, mientras que la mera inexistencia de ésta
última reduce el incentivo a ofrecer transporte ferroviario, lo que conduce al
abandono de la infraestructura de vías e incrementa el costo a mediano plazo de
proveer de nuevo el servicio.
Hay numerosas estaciones abandonadas en el interior
del país, muchas de las cuales son ocupadas por familias sin recursos en busca
de vivienda. La falta de controles, paralela a la supresión de los servicios,
permite el hurto o el deterioro de instalaciones fijas, que destruyen el
capital básico heredado. La dimensión real de esos problemas no está bien
cuantificada aunque no hay duda de que estos ejercen un creciente efecto
negativo. Un estudio universitario localizó al menos unas 300 localidades
urbanas en la Argentina
que han quedado sin servicio de transporte; como el ferrocarril tampoco fue
reemplazado por el automotor, esas localidades han quedado aisladas y reflejan
la existencia de "zonas territoriales que no tienen futuro".
La antigüedad de los puentes y estructuras de vía es
otro dato clave. Su obsolescencia obliga a los trenes a mantener velocidades
inferiores a 20
kilómetros por hora a lo largo de extensos tramos,
incluyendo varios de los ejes troncales de carga. En los tramos que han quedado
más o menos abandonados, esas velocidades ya llegan a ser difíciles de sostener
sin riesgo de accidentes. El ferrocarril ha quedado reducido a su mínima
expresión y sobrevive concentrado en franjas menores y cargas específicas.
Todavía no hay signos claros de que pueda sobreponerse a los problemas y asumir
el desafío de los nuevos sistemas de carga que comienzan a ponerse en marcha en
el mundo. Para que ello ocurra, deberá superar otros problemas derivados de la
situación actual que deben analizarse por separado.
Conflictos de objetivos e
incertidumbres para el sistema
Los criterios adoptados para la privatización
generaron inconvenientes operativos y legales. Muchos de ellos plantean todavía
dificultades para la evolución del sistema. Uno de esos legados radica en el peaje
que algunos servicios deben pagas a los concesionarios de otros. Las empresas
que operan servicios de pasajeros de larga distancia deben pagar peaje a los
concesionarios de cargas por un valor que fijan unilateralmente estos últimos,
de acuerdo a las normas de la privatización. Las provincias que pusieron en
marcha trenes de pasajeros se niegan a pagar esos montos, porque los consideran
muy caros y poco relacionados con el servicio correspondiente. La unidad
ferroviaria de la provincia de Buenos Aires, por ejemplo, reclama que le cobran
derechos por el paso de trenes a lo largo de vías que no permiten ir a
velocidades mayores a 27
kilómetros por hora, con tramos que ese límite se reduce
a 15 km./h. Las quejas se potencian por el hecho de
que los servicios de pasajeros que se prestan son deficitarios y están
encarados básicamente por razones sociales. El conflicto ha generado reclamos
cruzados entre las empresas, las provincias y la Nación. Las
concesionarias optaron por descontar esos débitos del canon que, a su vez,
deben pagar al estado nacional, aunque esa decisión no ha resuelto ni la
polémica al respecto ni el balance real del sistema.
El pago de peaje se aplica también en el sentido
contrario, dado que los trenes de carga deben pagar un canon a las empresas que
operan los servicios suburbanos para utilizar sus vías en el ámbito de la
ciudad de Buenos Aires. El conflicto resulta semejante al ya mencionado. El
precio de esos peajes es elevado y los servicios deben combinarse con los
horarios de los trenes de pasajeros, complicando la fluidez del tráfico que
debe entrar naturalmente a la ciudad para entregar sus cargas o para llegar al
puerto.
Otros problemas radican en los cambios operativos y
regulatorios para todo el sistema de transporte, que afectaron el cumplimiento
de las inversiones programadas y redujeron la ya baja rentabilidad potencial
del ferrocarril de carga. Esos cambios explican, en general, que las
proyecciones efectuadas por los empresarios que se presentaron a la
privatización no se adecuaran a la realidad posterior. En efecto, en esos
mismos años de transición, el gobierno modificó todas las normas que afectan al
transporte por carretera y fluvial, entregó en concesión oleoductos y
gasoductos, cambió los precios relativos de los combustibles y otros insumos
claves, etc., de modo que las condiciones de competencia con el ferrocarril
fueron cambiando con el transcurso del tiempo. En particular, se llevó a cabo
la privatización de los puertos, marítimos y fluviales del país; por diversas razones,
algunos fueron trasladados a las provincias, que a su vez, los entregaron en
concesión bajo diferentes formas y regulaciones. La cantidad y fragmentación de
los concesionarios de puertos, aumentado por la creación de nuevos puertos
privados en ciertos lugares estratégicos, generó dificultades para la
negociación de acuerdos operativos entre los distintos medios. Sólo en algunos
casos aislados, todavía excepcionales, se observa cierta colaboración directa
entre partes, como ocurre con algunos puertos especializados en el movimiento
de aceite sobre el Paraná que han integrado sus tareas con el ferrocarril Nuevo
Central Argentino.
Un caso particular lo ofrece el puerto de Buenos
Aires, que todavía es el mayor del país. Este puerto se redujo debido a que una
gran parte de su extensión fue transferida a usos urbanos debido a su posición
cercana al centro de negocios de la ciudad (conocida como Puerto Madero por
razones ahora tradicionales). Ese desplazamiento llevó a cierto grado de
saturación del resto, de modo que ahora se está planificando una ampliación,
que debe ganar espacios al río para concretarse sin afectar a la trama urbana.
El lugar elegido es una zona aledaña al Puerto Nuevo, que linda a su vez con
uno de los bordes del centro de la ciudad. Ese ambicioso proyecto demanda
grandes erogaciones que no incluyen, curiosamente, la necesidad de acompañarlo
con el trazado de líneas férreas (o la mejora de las existentes). Es decir que
no se asegura el movimiento fluido de entrada y salida de las mercancías. La
falta de conexión entre ese nuevo complejo portuario y la red de cargas
ferroviarias reduciría la capacidad operativa de ésta última a niveles mínimos
si, como todo lo indica, la economía nacional continua basada en una amplia
dependencia del comercio exterior.
La ausencia del ferrocarril en el diagrama de ese
proyecto no es casual. Ella converge con las intenciones de diversos organismo
públicos y privados de mantener las líneas de carga alejadas de la ciudad,
aunque este sea el núcleo receptor y emisor de las mayores cargas en el país.
Uno de los proyectos en consideración pretende crear
varios centros de destino o salida de las cargas ferroviarias en zonas de la
periferia urbana para evitar que "entren en la ciudad". Esa propuesta
no parece tener en cuenta que esas mercaderías atravesarán igual la urbe sobre
camiones que deberán llevarla a su destino final, con mayores dificultades para
el tráfico urbano y demandas sobre la red de avenidas ya congestionada. Esa tendencia comenzó a consolidarse
con el decreto nacional 837/98 que desafecta la mayoría de los terrenos
utilizados para playas de carga por los ferrocarriles en la zona urbana de
Buenos Aires; la medida, pese a las protestas de la cámara de concesionarios,
sigue en vigor. Ese ejemplo, más allá de su importancia específica, explica que
el avance potencial del sistema se fuera postergando a la espera de una
definición más clara del horizonte institucional y de mercado que acompaña a la
privatización.
La relativa prioridad otorgada por la política oficial
a la construcción de autopistas, a su vez dadas al sector privado para que las
explote por el sistema de peaje, es otra fuente de incertidumbre para el futuro
del ferrocarril. Los efectos sobre la estructura global del sistema de transporte
son difíciles de prever, pero no parecen positivos para las cargas por riel.
Los problemas más evidentes radican en la decisión de construir nuevas rutas y
puentes de grandes luces sobre los ríos Paraná y Uruguay. Ninguno de esos
proyectos incluyen cruces de ferrocarril, de modo que su paulatina concreción
va a incidir sobre la infraestructura de transporte en favor del automotor.
Entre los casos más significativos figura el puente vial Rosario-Victoria, que
cruza el Paraná, los sucesivos puentes con el Brasil, sobre el río Uruguay, y
el proyecto de puente Buenos Aires-Colonia, sobre el Río de la Plata, que promete ser uno
de los más extensos del mundo cuando se concrete. Todos esos puentes
funcionarán como parte medular de las conexiones terrestres entre la Argentina y Brasil; su
desarrollo se verá impulsado por el avance del Mercosur y prometen convertirse
en ejes de los corredores del tráfico futuro (como ya lo son el complejo
Zárate-Brazo Largo y el túnel Santa Fé-Paraná), volcando en fiel de la balanza hacia
el automotor en la medida en que no enfrentarán la competencia del ferrocarril.
No está de más señalar que estos puentes requerirán aportes del Tesoro nacional
(como ya se decidió para el que unirá Rosario-Victoria), en forma de subsidios,
para que sean rentables, de modo que la política oficial vuelca sus decisiones
concretas hacia una preferencia por el transporte carretero que modifica las
condiciones del mercado en contra del riel.
Un último aspecto negativo para el futuro del
ferrocarril reside en la intensa demanda que se siente en el mercado
inmobiliario por los terrenos que dispone en zonas urbanas. El interés de los
agentes económicos privados se refleja en repetidas acciones oficiales
tendientes a captar recursos por la venta de esas propiedades, que requiere
desafectar el servicio de trenes. Esas demandas comenzaron a notarse desde el
mismo inicio de las acciones de privatización de los ferrocarriles y sus
argumentos se veían reforzadas por el pobre servicio brindado por estos en la
etapa final de su operación como empresa estatal. El propio ministro de Obras y
Servicios Públicos de la Nación
explicaba, en 1990, que se debía "sacar al ferrocarril del sector urbano
central, con la intención de vender sus terrenos". En ese mismo año se comenzó a preparar
un proyecto de urbanización de la zona de Retiro (donde se ubican las
terminales de tres líneas de larga distancia) donde los ferrocarriles disponen
de cerca de 100
hectáreas en un área privilegiada de la ciudad de Buenos
Aires, y con elevado valor inmobiliario. Ese proyecto se contradecía con los
requerimientos propios del servicio ferroviario y quedó postergado, por
diversas razones, aunque la presión por esas tierras no dejó de sentirse en
toda la década (incluyendo la franja lateral que ya se desafectó para ensanchar
la Avenida
del Libertador). Otros proyectos, como los destinados a eliminar las playas de
carga y de suprimir algunos ramales urbanos, tienen el mismo sentido y dieron
origen a la creación de un ente oficial específico destinado a la venta de
terrenos ferroviarios urbanos (que se denomina
ENABIEF).
Se ha estimado que las tierras potencialmente
disponibles del ferrocarril en la
Capital tienen un valor de mercado del orden de 800 millones
de dólares, aunque algunas parcelas pueden ver multiplicado su precio actual si
se lotearan para usos urbanos, diferencia que atiza el interés de los agentes
inmobiliarios. En el resto del país ocurren situaciones similares desde el
momento en que el gobierno nacional decidió donar a las municipalidades las
tierras que eran desafectadas de la actividad ferroviaria. La debilidad
relativa de las concesionarias ferroviarias sumada a la ausencia de un
organismo oficial que actúe en defensa del transporte por riel como un bien
público cuyos beneficios sociales a mediano plazo pueden superar los costos de
oportunidad que aparecen en la coyuntura, contribuyen a recortar las
posibilidades operativas de este medio sin que se avizoren, todavía, los
cambios de orientación deseables.
Grandes proyectos y perspectivas
La pobreza de las situaciones mencionadas contrasta
con algunos proyectos sumamente ambiciosos que aparecen en torno al futuro
ferroviario. Algunos de los más difundidos plantean la construcción de nuevas
líneas que unifiquen los movimientos de carga por riel a lo ancho del
continente. Ese es el caso del llamado Traspatagónico, que uniría el sur de la Argentina y Chile, así
como del Trasandino, que haría lo mismo en el extremo norte de ambas naciones;
para consolidar estos proyectos sólo faltaría construir un par de cientos de
kilómetros de vía que armen los ejes principales. Esa tarea resulta menor
frente a la necesidad evidente de efectuar reparaciones y mejoras en
profundidad en el resto de la línea existente, con costos enormes pero
decisivos para asegurar el fin buscado.
Otra posibilidad está dada por la unificación de la
red mesopotámica argentina con las del Sur del Brasil, recientemente
privatizadas. A mediados de 1998, los concesionarios de la primera le vendieron
su sociedad a la empresa que opera la red del país vecino, como parte de un
programa de armonización de un sistema global que tendría 20.000 kilómetros
de vía en el sureste del continente. Esas negociaciones no han terminado,
todavía, y su futuro plantea problemas apreciables debido al estado actual de
las líneas y la escasa experiencia de sus operadores. Los primeros proyectos comerciales
suponen que un tren de Buenos Aires a San Pablo tardaría al menos una semana en
recorrer esa distancia cuando se resuelvan ciertos inconvenientes en el
recorrido (entre los que se cuentan las restricciones al paso de trenes en el
puente Zárate-Brazo Largo, único de ese tipo sobre el Paraná, pero que ofrece
problemas de mantenimiento bastante graves que se sienten también en el tráfico
vial).
La construcción de esas enormes redes continentales
está todavía en proyecto, del mismo modo que algunas líneas de pasajeros de
larga distancia y la electrificación de ciertos servicios suburbanos. La lista
es amplia e incluye propuestas alemanas para construir un tren de alta
velocidad entre Buenos Aires y Mar del Plata (400 kilómetros) y
otras, pero que por ahora están relegadas al futuro más o menos mediato.
La única línea nueva construida en el país en ésta
década es una suburbana, conocida como Tren de la Costa, que se extiende a lo
largo de sólo 15
kilómetros, a lo largo de una antigua traza desafectada
del servicio a comienzos de la década del sesenta. Este emprendimiento se basa
en una serie de actividades y negocios inmobiliarios y comerciales colaterales que
le dan vida, más que en el intento de construir un servicio ferroviario y
marca, como pocos, los límites que enfrenta el sistema cuando la rentabilidad
privada de corto plazo se enfrenta a los beneficios sociales que no se expresan
en el sistema de mercado.
El futuro del ferrocarril, como medio de enlace y
optimización de los movimientos del sistema productivo agro alimentario de la Argentina, depende,
todavía, de su capacidad futura para atenderlos y, sobre todo, de decisiones
macroeconómicas que limitan su rol en un proyecto de desarrollo y modernización
nacional.