PROGRAMA DE RADIO "POR LA GENTE Y CON LA GENTE", CONDUCCION Dr. RAUL MIRENDA

lunes, 27 de abril de 2015

Los ferrocarriles de carga en la Argentina.
Problemas y desafíos en vísperas del siglo XXI



Los cambios ocurridos en la propiedad, el control y el ámbito de funcionamiento, de los ferrocarriles de carga en la Argentina, durante la década del noventa, son tan profundos como difíciles de trazar en pocas páginas. La antigua empresa estatal, desorganizada, ineficiente y obsoleta, fue dividida en diversas unidades operativas que se privatizaron de modo separado. Las concesiones efectuadas distinguieron las funciones de carga de las de pasajeros, de modo que el servicio quedó dividido en una decena de empresas, que operan en mercados y áreas geográficas distintas (aunque no siempre bien diferenciadas). A lo largo de esa misma década, el gobierno argentino modificó el marco regulatorio del sistema de transporte carretero (incluyendo la aplicación del peaje en la mayoría de las rutas), con resultados que trastocaron las condiciones de competencia entre el ferrocarril y el camión o el ómnibus. También privatizó el sistema portuario (que quedó subdividido en numerosas empresas), sin tener en cuenta su interacción con el ferrocarril, y generó una intensa modificación de los precios relativos de la economía (a través de la aplicación del Plan de Convertibilidad). La combinación de todos esos fenómenos con el cambio de orientación de la estrategia oficial, que pasó del énfasis en la industria a la promoción de actividades primarias (agro, energía y minería), creó un ámbito muy diferente para la operación del nuevo sistema ferroviario.
Las nuevas empresas de transporte por riel deben avanzar por tanteos hasta que se dibuje mejor el contorno del nuevo régimen en el que operan. Por esas causas, el análisis de sus operaciones en esta coyuntura presenta un problema delicado: su futuro próximo no se puede trazar como una proyección lineal del pasado reciente (al que será diferente, casi por definición), mientras que todavía no se dispone de elementos suficientes como para definir las posibles tendencias con los datos actuales.
Para superar esos inconvenientes, este trabajo comienza presentando un esquema somero de la evolución histórica del sistema; ello permite visualizar las tendencias que definieron la actividad ferroviaria, y sus relaciones con el aparato productivo nacional. El texto analiza también la etapa de estatización, posterior a la Segunda Guerra Mundial, y el proceso que llevó al colapso de la empresa a fines de la década del ochenta. Es decir que se trata de ubicar la coyuntura actual en el proceso histórico de "larga duración", a partir de un repaso del nacimiento del sistema, su maduración y decadencia. Estos parámetros básicos contribuyen a comprender este presente difuso que se trata en la parte final y que traza las conclusiones previsibles en esta coyuntura.

Origen y carácter inicial del ferrocarril
El ferrocarril nació en la segunda mitad del siglo pasado (con la primera línea inaugurada en 1857) en un período en que la población local era escasa y los caminos prácticamente inexistentes. Esas condiciones iniciales explican una característica particular del sistema: la vía no reemplazó a otros medios de transporte sino que los creó, por primera vez en el país. Su traza final definió muchas de las variables que darían forma a la economía y la sociedad nacional. La expansión de la red dio origen e impulso a la parte decisiva de las actividades productivas que caracterizaron a la Argentina de las primeras décadas del siglo XX; ella constituyó un pivote decisivo del auge de la agricultura pampeana, así como dio fuerza a la producción de azúcar en Tucumán y a otras actividades regionales. Todo el sistema económico fue incentivado (o creado directamente) por esa nueva oferta de transporte masivo a bajo precio, que permitía a los habitantes de una extensa región geográfica entrar en contacto con el mercado mundial (y, a veces, con el local, que no siempre estaba cercano). Las numerosas estaciones de ferrocarril que se construyeron marcaron el origen de pueblos y ciudades, y contribuyeron a definir el espacio habitado del país. Los rieles quedaron íntimamente ligados a la sociedad y la economía local[1].
La fabulosa expansión de la red, que convirtió a la Argentina en uno de los países con mayor cantidad de kilómetros de vía en el mundo, se concentró en la región pampeana, la de mayor actividad productiva durante décadas. Ese transporte fue controlado por varios grupos británicos que se repartieron el mercado en zonas geográficas y tendieron a formar un trust para defender sus intereses en sus negociaciones con el gobierno argentino y los usuarios locales. En el apogeo del sistema, la provincia de Buenos Aires, tenía una densidad de vía por kilómetro cuadrado muy semejante a la lograda en Gran Bretaña, a pesar de la menor población y la ausencia de industrias pesadas. El exceso relativo de la construcción de vías fue la consecuencia de varios factores. En primer lugar, la ausencia de caminos vecinales que llevaran las cosechas desde las chacras a las estaciones, terminó resuelto por una mayor densidad de líneas férreas. Esa acumulación previa de inversiones parecía lógica en una primera etapa, cuando el optimismo y la especulación coincidían con la puja de los concesionarios por ocupar cada franja potencialmente atractiva del territorio; muy pronto, sin embargo, ella comenzó a exhibir ciertos efectos negativos. Ello se notó especialmente cuando la actividad agraria alcanzó una meseta en su capacidad de oferta, a mediados de la década del veinte.  
La dependencia de los intereses británicos implicó el uso casi exclusivo de equipos de ese origen, debido a las relaciones entre los fabricantes de aquel país y los inversores en la Argentina. Esos equipos no eran tan económicos y eficientes como los de origen en los Estados Unidos, que ya estaban tecnológicamente muy avanzados hacia fines del siglo XIX. Los efectos de esa orientación en las compras incidieron con el paso del tiempo en la calidad del servicio. El ferrocarril argentino no dispuso de vagones tolva, por ejemplo, pese al rol abrumador del transporte de granos en los despachos locales, ni de equipos periféricos para facilitar la carga a granel en el conjunto del sistema (como elevadores en campaña, estaciones y puertos). Estas mejoras imprescindibles para mejorar la eficiencia y la productividad del servicio sólo se comenzaron a aplicar, lentamente, hacia mediados del siglo XX. Las causas fueron varias, aparte de la mencionada. A partir de la Primera Guerra Mundial, los efectos del conflicto, sumados al estancamiento relativo de la oferta pampeana, tendieron a contener las inversiones ferroviarias en esa zona estratégica para la economía nacional. La expansión de las líneas, e incluso las mejoras menores, ya no parecían rentables a las empresas que controlaban oligopólicamente el servicio. Los conflictos sindicales, que tomaron fuerza desde comienzos del siglo y alcanzaron picos de gran intensidad hacia fines de la Primera Guerra, eran otra causa de inquietud para los propietarios de esas empresas que provocaban el desaliento de la inversión[2]. En definitiva, la rápida expansión física de fines del siglo XIX en toda la región pampeana fue seguida, casi sin solución de continuidad, por una tendencia al estancamiento prolongado del sistema técnico a poco de comenzado el siglo XX[3].
Ese estancamiento relativo del ferrocarril en la zona pampeana quedó disimulado en las estadísticas globales por el avance del resto de la red. Esta última, que se despliega sobre la mayor parte geográfica del territorio argentino, fue construida básicamente por el Estado nacional, interesado en unir las distintas capitales provinciales con ese medio de transporte. En ese entonces el ferrocarril era considerado el medio ideal para generar las condiciones de fomento necesarias para impulsar el progreso de las amplias zonas extra pampeanas. Los resultados fueron positivos desde la perspectiva de la integración social y la unidad nacional, pero escasos en lo que respecta a efectos económicos. La mayoría de esas zonas quedaron marginadas respecto a la expansión productiva del país, y exhibieron escaso, o nulo, dinamismo económico; en consecuencia, los ferrocarriles que las atravesaban no alcanzaron a transportar las magnitudes mínimas necesarias de carga y pasajeros para que su operación fuera rentable. A pesar de esos inconvenientes, la expansión física del sistema prosiguió en las primeras décadas del siglo XX. Algunas de esas construcciones constituían una apuesta al futuro, basada en una gran audacia técnica, que no se correspondió con los resultados posteriores. Una obra impactante fue la línea tendida de Salta a Socompa, que llegó a superar cruces a los 4.000 metros de altura a través de la Cordillera de los Andes, con el deseo de unir el Noroeste argentino y las costas del Océano Pacífico. El esfuerzo económico, y los avances que implicó en términos de ingeniería, contrastan con el hecho de que esa línea no logró nunca movilizar carga de modo sistemático. Hoy, su actividad se limita a un servicio turístico, conocido como el Tren a las Nubes, que se desplaza de Salta a San Antonio de los Cobres; la frecuencia es reducida y su motivo prácticamente exclusivo consiste en hacer conocer el paisaje cordillerano a sus pasajeros.
La división entre ferrocarriles de propiedad privada (centrados en la zona pampeana) y estatales (básicamente extra pampeanos) fue acompañada por una diferencia de trocha. Los primeros atravesaron la pampa con trocha ancha, mientras que los segundos optaron por la angosta para resolver los problemas que planteaba atravesar las zonas de montaña y las regiones boscosas del nordeste nacional. Ese juego de opciones diferentes dificultó la integración operativa de ambas redes hasta la actualidad. Como una complicación adicional, en la Mesopotamia, fronteriza con Brasil, pero separada del resto del país por el caudaloso río Paraná, se utilizó un tercer ancho de trocha (la media). Las tres redes terminaron desembocando por distintas rutas en Buenos Aires, pero sus diferencias de ancho contribuyeron a comprometer las posibilidades de standardización de equipos y de métodos de trabajo, así como la operación unificada del sistema[4].   

El comienzo de la decadencia
La crisis de la década del treinta bloqueó las ya escasas posibilidades de expansión de la actividad pampeana. El cierre de los mercados mundiales fue paralelo al estancamiento, y la declinación física de las cosechas de la región. Los ferrocarriles de capital británico se enfrentaron al consiguiente deterioro de la demanda de carga originada en la Argentina. La menos actividad agraria afectaba sus ingresos y su rentabilidad, al mismo tiempo que agrega un elemento adicional para desestimular todo ensayo de mejora técnica. Para más, la presión de los accionistas británicos por sostener el flujo de dividendos en efectivo hacia Gran Bretaña promovió la remisión continua de ganancias desde la Argentina. Esa superposición negativa de estancamiento de la demanda local de cargas y la presión de los accionistas por beneficios líquidos resultaba incompatible con la mejora potencial del sistema ferroviario e, incluso, erosionaba la misma continuidad del proceso operativo. En efecto, las respuestas empresarias a esas condiciones del mercado llevaron a una intensa contracción de todas las inversiones de renovación, permitiendo el desgaste continuo y creciente de equipos e instalaciones. Estos fenómenos se agudizaron durante el largo quinquenio de la Segunda Guerra Mundial. La ruptura del comercio marítimo, más la incapacidad objetiva de las fábricas británicas para proveer de equipos a los ferrocarriles argentinos, en coincidencia con la escasa voluntad de las empresas por encarar dichas inversiones, generaron un desgaste mayor de la red.
Mientras tanto, la mayor decisión estratégica del gobierno argentino relativa al sistema de transporte consistió en fomentar la construcción de caminos para ofrecer una alternativa al desplazamiento de carga. En 1932, se dictó la ley que creó la Dirección Nacional de Vialidad, dándole fondos para su tarea en la forma de impuestos especiales. La administración de ese organismo resultó muy eficiente en la construcción de caminos, que tendió en paralelo a las grandes líneas troncales ferroviarias. No ensayó, en cambio, la opción posible de forjar una malla de rutas radiales dirigida a abastecer a las estaciones existentes (como lo proponía la ley de ferrocarriles de 1907). Este nuevo programa permitió que el tráfico automotor comenzara a competir con el riel (hasta entonces monopólico) hasta quitarle parte de la carga potencial. El ferrocarril sufrió la pérdida del tráfico de corta distancia, por las razones técnicas que benefician al camión en esos tramos, a las que se sumaron otras referidas al antiguo sistema tarifario aplicado por el primero, que castigaba a esas cargas hasta entonces. La caída de sus ingresos repercutió en su rentabilidad, que se redujo aún más[5].
La suma de estos factores hicieron que el ferrocarril llegara al fin de la Segunda Guerra Mundial en condiciones de elevada obsolescencia, caracterizada por la antigüedad de sus equipos y la falta de adecuación a la logística moderna. La mayoría de las locomotoras y vagones habían superado su vida útil y buena parte de las vías estaban tal cual habían sido tendidas a fines del siglo pasado. Las empresas británicas decidieron que era más conveniente vender los ferrocarriles en la Argentina, tal como estaban, que encarar el costoso proceso de renovación de un sistema cuya carga futura no exhibía signos de crecimiento. El gobierno argentino aceptó la oferta y en 1947 adquirió los ferrocarriles privados, luego de una larga negociación. El discurso oficial los consideró un símbolo de soberanía, en medio de acusaciones de que sólo había adquirido "hierro viejo" a precio muy elevado[6].
Toda la red quedó bajo la administración estatal, aunque esa relación formal no estaba relacionada con su contenido operativo. Sólo mucho más tarde, y demasiado lentamente, se comenzó a organizar una empresa pública que asumiera la conducción unificada de la red existente, con sus más de 40.000 kilómetros totales de vía. El desafío era grande y complejo y resultó superior a las respuestas encaradas. Las soluciones exigían tratar los aspectos organizativos de una empresa gigantesca, donde se debían integrar estructuras gerenciales y rutinas operativas distintas, mientras se la modernizaba para atender los nuevos requisitos del servicio de tráfico nacional. Las soluciones también exigían encarar problemas de orden económico y tecnológico, que abarcaban inversiones ingentes en la renovación de los equipos para ganar eficiencia en el sistema. Esas tareas potenciales incluían, por ejemplo, la necesidad de unificar las trochas, propuesta que nunca se intentó concretar pese a los estudios sobre sus ventajas operativas y económicas. Los resultados fueron decepcionantes.

La segunda etapa de la decadencia
El paso de los ferrocarriles a la administración pública no ofreció cambios bruscos en sus primeras etapas. Las empresas operaban, en la práctica, de manera separada, igual que antes, y la renovación de equipos fue lenta, por diversos motivos entre los que se cuentan las restricciones presupuestarias y la escasez de divisas para importarlos. Los mayores trazos de las decisiones adoptadas por las primeras administraciones estatales estuvieron marcados por un aumento considerable de la dotación de personal y una rápida caída de las tarifas reales de carga y de pasajeros. El incremento del empleo se originó, en parte, en las necesidades del manejo de una red ya envejecida (que requería, por lo tanto, mucho mantenimiento) y, en parte, en las demandas políticas y sindicales sobre la empresa y el gobierno nacional, en un momento en que mantener el pleno empleo formaba parte de los objetivos oficiales. En cambio, la caída de las tarifas no fue tanto producto de una decisión específica como de la ausencia de ella; debido a que la empresa no ajustó sus precios al ritmo de la inflación de esos años (por causas políticas y por inercia operativa), los fletes aplicados se redujeron casi a la mitad del promedio anterior, en pesos constantes, hacia 1950, y se mantuvieron en ese nuevo umbral desde entonces. El aumento de costos, producto del mayor empleo a salarios que subían en términos reales, coincidió así con la caída de ingresos, producto de la baja relativa de tarifas. Como estas últimas no alcanzaron a generar un incremento proporcional de la demanda de carga (aunque tuvieron efectos sobre el número de pasajeros suburbanos), se generó un déficit operativo que tendió a crecer con el paso del tiempo[7].
Desde entonces, y durante varias décadas, el déficit de la empresa ferroviaria se convirtió en su mayor problema específico y en causa de graves dificultades para el equilibrio del presupuesto nacional. En rigor, en las décadas del cincuenta y sesenta, el déficit de la empresa ferroviaria era superior, o al menos semejante, al déficit del Tesoro, aunque la confusión de la contabilidad pública impide especificar su monto de manera precisa. Este efecto resultaba crucial, porque el desequilibrio del presupuesto dificultaba contener las crecientes presiones inflacionarias que brotaban en el sistema de intercambio económico. El déficit ferroviario, su reflejo en el presupuesto nacional, y la espiral inflacionaria se hicieron crónicos. Sus efectos fueron devastadores para la empresa estatal[8].
Desde comienzos de la década del cincuenta, la empresa se encontró frente a serias barreras para recuperar su nivel previo de tarifas, en caso de desearlo. La competencia del transporte rutero, en el caso de las cargas, había reducido sus márgenes de decisión en ese sentido. Además, la presión de los usuarios, en el caso del servicio de pasajeros (sobre todo, los suburbanos en Buenos Aires) bloqueaba la posibilidad de un alza real sin conflictos sociales, dados los efectos del costo del transporte sobre el salario real. De hecho, casi todos los intentos de alza de estas tarifas provocaron reacciones populares explosivas, aunque luego ese impacto sobre el ingreso de los asalariados resultaba absorbido por el continuo proceso inflacionario; por otro lado, cuando ese alza se mantenía por un cierto plazo, se notaba el desplazamiento de la demanda hacia medios alternativos (el camión o el ómnibus, según el caso) con repercusiones negativas sobre las cuentas de la empresa[9].
A los problemas del mercado en el que actuaba el ferrocarril, se sumaban los internos. Un fuerte poder sindical en el seno de la empresa (paralelo a una notable presencia del sindicalismo en la vida nacional) bloqueaba todo intento de contener el alza de salarios o de reducir la cantidad de personal. La empresa se enfrentó a numerosas huelgas, cuyos efectos se hacían sentir en la economía y en la sociedad, dada la dependencia nacional de ese medio de transporte. Esos conflictos contribuían a exacerbar los problemas políticos debido al carácter de empresa pública del ferrocarril, y su dependencia evidente de las decisiones del gobierno nacional. Las huelgas masivas lanzadas en 1951, 1957 y 1959-60, por ejemplo, provocaron tensiones muy graves en el sistema político y social. Ellas llevaron, incluso, a que el gobierno decidiera intervenir con las Fuerzas Armadas en la vida ferroviaria; el reemplazo de la ineficiente organización gerencial por la metodología absolutista y jerárquica de los militares tuvo resultados poco deseables, y su aplicación reiterada dejó huellas negativas en el funcionamiento de la empresa por mucho tiempo.
Una de las consecuencias de estos fenómenos (no provocada exclusivamente por ellos, pero que contribuyó a agudizarlos) fue la sorprendente inestabilidad en la conducción de la empresa ferroviaria. En los 35 años transcurridos entre 1955 y 1990, ese organismo público estuvo dirigido por 40 presidentes, lo que arroja un promedio de permanencia de apenas 10 meses para cada uno de ellos. Los gerentes tuvieron mayor estabilidad en sus cargos, pero su dependencia estrecha de las decisiones de conducciones transitorias tendió a reducir su capacidad de decisión (ya muy escasa por la inercia organizativa heredada de cuando las empresas eran británicas). Otro fenómeno negativo se derivó de la tendencia recurrente a reducir las inversiones físicas. Esa práctica fue adoptada por sucesivos gobiernos para compensar en parte el costo del déficit operativo de la empresa, y fue sostenida por la imposibilidad de ejecutar proyectos de mediano plazo en esas condiciones. En consecuencia, el ferrocarril quedó sometido a las decisiones de corto plazo (pese a la ambición de expansión y eficiencia del sistema que figuran en algunos planes de desarrollo que no pasaron del papel), bajo la presión de sus usuarios, sus sindicatos y algunos lobbies de proveedores. Su incapacidad para ofrecer servicios contribuyó a fortalecer una tendencia a la reducción continua de su carga. La creciente oferta del camión y la aparición de las grandes tuberías para el transporte de petróleo y gas actuaron en ese mismo sentido.
La antigüedad y falta de adecuación de equipos e instalaciones era notable. Un balance realizado en 1962, quince años después de la nacionalización, indicaba que el 63% de los 45.000 kilómetros de vía tendida en el país estaba apoyada directamente sobre la tierra, tal como había sido instalada en sus inicios; esta carencia de bases sólidas bloqueaba el transporte de grandes cargas y limitaba notablemente la velocidad de los trenes. El atraso en la reposición de material resultaba evidente: el 59% del kilometraje de los rieles tendidos tenía ya más de 40 años (y una buena parte sobrepasaba con creces esa edad, aunque los registros no usaron una escala de mayor antigüedad); en el otro extremo, sólo el 7% tenía menos de 10 años de vida (de donde surge una tasa de renovación inferior al 1% anual de la longitud total de vía). Los datos para el material rodante eran similares. El 53% de las 1.600 locomotoras a vapor que contaba la empresa tenían más de 45 años de edad (lo que indica que habían llegado al país antes de la Primera Guerra Mundial) y sólo el 9% del parque había sido fabricado luego de 1930[10].
Desde fines de la década del cincuenta, la respuesta de las autoridades se concentró en un par de frentes. Por un lado, tendió a suprimir ramales poco rentables, para reducir el déficit, con medidas que provocaron airadas protestas de los habitantes de las localidades afectadas (muchas de las cuales dependían exclusivamente del ferrocarril) en un proceso de marchas y contramarchas que duró casi tres décadas. Por otro lado, buscó privatizar ciertas actividades periféricas, con el objetivo de agilizar el funcionamiento de la empresa y reducir el poder de presión del sindicato. Esos traspasos, que abarcaron el servicio de comedores en los trenes de larga distancia y la venta de algunos talleres, que siguieron trabajando para la empresa como contratistas, no alcanzó a modificar de modo sensible la eficiencia de la empresa, ni a reducir sus costos.
Diversas propuestas técnicas insistieron en concentrar la inversión en la mejora de las vías troncales, pero no fueron llevadas a la práctica[11]. En su lugar, se renovó buena parte de las locomotoras (finalmente, las diesel suplantaron a las máquinas a vapor), así como los coches de pasajeros y carga. Ese nuevo material rodante debía transitar por vías que no estaban preparadas para él, con lo que su capacidad técnica quedaba subutilizada, tanto en términos de velocidad como de volumen de carga. Naturalmente, en la década del noventa buena parte de esos equipos han vuelto a quedar obsoletos, afectados por el moroso proceso de renovación observado desde mediados de la década del setenta.
No resulta extraño que la carga transportada haya mostrado una tendencia declinante. Los 30 millones de toneladas anuales despachadas en 1940 se mantuvieron, en medio de oscilaciones, hasta mediados de la década del cincuenta, para caer hasta 16 millones en 1962, en coincidencia con una huelga sectorial y una depresión económica coyuntural. Los despachos volvieron a superar un umbral de 20 millones de toneladas en 1964, pero se mantuvieron en torno a esa meseta los años siguientes, sugiriendo la ya escasa capacidad de recuperación del sistema. En la primera mitad de la década del ochenta, la carga cayó a 14 millones, magnitud que se mantuvo hasta el derrumbe previo a la privatización. En efecto, en los años 1991 a 1993, la política oficial de "terminar" lo más rápidamente posible con el déficit ferroviario (como parte del proceso de ajuste de la economía), llevó a medidas como la contracción de operaciones, el cierre de numerosos ramales y la expulsión de personal. Esa política provocó una reducción de la carga a sólo 10 millones de toneladas anuales, un mínimo que ponía en cuestión hasta la racionalidad de mantener el ferrocarril como medio de transporte[12].

La privatización y el desmembramiento del sistema
La política oficial hacia el ferrocarril durante los primeros años de la década del noventa estuvo guiada por la urgencia de reducir su déficit (como parte del ajuste del sector público) que exigía superar la tradicional resistencia sindical y las protestas sociales. Para lograr el primer objetivo, intentó reducir los costos de la empresa sin advertir, quizás, que de ese modo contraía también su capacidad de oferta de transporte y sus ingresos. La espiral negativa que se originó por esas medidas reproducía, y hasta multiplicaba, la tendencia al déficit, afectando la propia subsistencia de la empresa, el tráfico de cargas y el servicio de pasajeros. El despido de personal gerencial y técnico redujo la ya escasa capacidad de respuesta de la empresa a los problemas que enfrentaba. La carga cayó a magnitudes mínimas, como se mencionó más arriba. El número de pasajeros exhibe un derrumbe similar.
Los viajeros suburbanos (decisivo en el transporte de la ciudad de Buenos Aires, cuyos 12 millones de habitantes se distribuyen sobre un semicírculo de casi 60 kilómetros de radio) habían caído desde los 400 millones de viajes anuales de comienzos de la década del setenta a 350 millones a mediados de la década del ochenta, como resultado de las políticas de ajuste previas, pero se redujeron a sólo 200 millones en los años 1991 y 1992. Estas cifras estadísticas exageran la caída, dado que se estima que un 30% de los viajeros ya no pagaba su pasaje, por falta de controles, y no era registrado como tal, pero la crisis era evidente. Ella encontraba un irónico efecto inverso en el tránsito callejero. Por primera vez en décadas, los automovilistas porteños descubrían que podían cruzar sin mayor espera los 625 pasos a nivel que subsisten tozudamente en la zona urbana; la prolongada apertura de las barreras en todos esos cruces se debía a que la frecuencia de los trenes había caído a un mínimo no conocido en décadas. Los servicios interurbanos, por otro lado, ya desgastados por una larga historia previa de deterioro de la oferta, fueron suspendidos a comienzos de la década. También en este rubro, los 25 millones de viajeros anuales de comienzos de la década del setenta, que ya habían caído a 11 millones en la década del ochenta, se derrumbaron a menos de 2 millones en los noventa. En estos momentos, las distancias de hasta 2.000 kilómetros que separan algunas ciudades del país deben ser recorridas en automotor o por avión.
El enfrentamiento con los sindicatos fue muy duro, repitiendo la experiencia de procesos previos, y el gobierno la asumió sin contemplaciones. En una celebrada frase frente a un llamado a la huelga, el Presidente de la Nación advirtió que "ramal que para, ramal que cierra", dando a entender que la suerte del ferrocarril estaba echada, y la decisión final pasaba por el achicamiento y la privatización, o el cierre de la empresa. Un par de años más tarde, y con la intención de contemporizar, el gobierno adjudicó al propio sindicato el manejo del sistema de carga de la red de trocha angosta (conocido como Ferrocarril General Belgrano), una operación que se mantiene con grandes dificultades y sostenido por un subsidio estatal, con equipos obsoletos, servicios escasos, mínima carga y ya casi ninguna oferta para los pasajeros de larga distancia.
Mientras se tomaban las medidas mencionadas, se lanzó el proceso de privatización. El procedimiento fue complejo y cargado de contradicciones, de modo que sólo se resaltan algunos resultados finales. En primer lugar, se separó del sistema el servicio de pasajeros suburbanos en Buenos Aires, decisivo por su importancia social y sus enormes costos operativos que, en las condiciones actuales, no puede operar sin subsidios. Esa red, con un total de unos 800 kilómetros de vías, a su vez, fue dividido en cuatro empresas que se entregaron en concesión por separado, contra la tendencia a unificar el manejo de todo el servicio de transporte urbano en las grandes ciudades. El servicio de carga se dividió, a su vez, en seis grandes redes: cuatro de trocha ancha (en regiones que se corresponden con las antiguas divisiones del sistema), una de trocha media y otra de trocha angosta. Estas últimas concesiones no incluyen subsidios (y sí el cobro de un canon) y no exigen la prestación de servicios de pasajeros. Algunos ramales fueron cedidos a las provincias, para que estas tuvieran la opción de explotarlos; varios fueron cerrados o se volcaron a fines turísticos. Se ofreció también a las provincias que operaran los trenes de pasajeros, tomando a su cargo el posible déficit, pero a condición de que pagaran un peaje a los concesionarios del sistema de carga cuando recorrían sus vías.
La privatización tuvo marchas y contramarchas. Hubo modificaciones de los pliegos en cada uno de los casos mencionados y cambios de las normas de las concesiones después de la entrega a aquellos que fueron elegidos. También hubo cambios en la composición accionaria de los grupos que ganaron los concursos, y modificación de los operadores que debían encargarse de su funcionamiento, de modo que la situación se mantuvo en un alto grado de fluidez[13]. Más aún, apenas terminada la entrega de los servicios, se iniciaron renegociaciones de los plazos y condiciones de esos contratos que siguen hasta el presente. En 1999 se están firmando nuevos convenios con los concesionarios de los servicios de pasajeros, que modifican los plazos vigentes, las tarifas aplicadas y las exigencias previas de inversión. Mientras tanto, se siguen discutiendo algunos aspectos de los servicios de carga.

Las nuevas empresas de carga
Del total de seis nuevas empresas de carga, cinco se juntaron en una cámara que intenta organizar su complementación operativa y ofrece algunos indicadores de sus actividades que son de interés para conocer la evolución del sistema durante la década del noventa. La sexta empresa en cambio (correspondiente a la trocha angosta, o antiguo Ferrocarril Belgrano) presenta problemas de gestión y rentabilidad que explican en parte las dificultades para conocer los resultados reales de su marcha. Esta última, que recorre las zonas de menor desarrollo relativo del país, cargaba alrededor del 20% del total del sistema a mediados de la década del ochenta (con alrededor de 4 millones de toneladas sobre un total de 20) pero solo transportó poco más de un millón de toneladas hacia fines de la década del noventa. En consecuencia, esta parte del análisis se va a concentrar en las cinco mayores y decisivas en el conjunto de la red.
Las cinco redes fueron tomadas por sendos consorcios, todos ellos formados por grandes empresarios locales asociados con operadores extranjeros (por exigencia de los pliegos) y la participación ocasional de socios menores. En dos de ellas (el servicio de trocha media, hoy Mesopotámico, y el antiguo San Martín, hoy BAP, o Buenos Aires Pacífico) aparece el mismo grupo empresario local (Pescarmona) que es el único que no opera, a su vez, como cargador importante de los servicios prestados por el ferrocarril. En los otros tres se observa cierta imbricación entre esos propietarios locales y una parte de la carga transportada. Los dos casos más relevante son los del Ferrosur y el Nuevo Central Argentino. El primero, que toma buena parte de la red del antiguo Ferrocarril Sur, está relacionada con el grupo propietario de la empresa de cemento Loma Negra que es uno de los mayores cargadores de la línea, tanto para recibir materia prima como para enviar el producto final hacia la ciudad de Buenos Aires, que es su mayor mercado de consumo. El segundo,  cuya red abarca buena parte de la provincia de Córdoba y su salida hacia los puertos del río Paraná, está relacionada con la aceitera General Deheza; está última ha integrado con él sus operaciones de producción de aceite (centradas en Córdoba) con sus exportaciones a través de un puerto sobre el Paraná en el que también participa como asociada. El último es el Ferroexpreso Pampeano, que toma buena parte de la pampa húmeda y sus conexiones con los puertos de Rosario y Bahía Blanca, está relacionado con el grupo Techint, que lo utiliza para transportar parte de su producción de acero, aunque la intensidad de sus relaciones recíprocas es mucho menor que en los otros dos casos. Esas conexiones han facilitado cierta especialización de los servicios de carga, así como las inversiones necesarias para lograrlo, como se verá más adelante.
La red entregada a los cinco concesionarios tiene un total de 21.600 kilómetros, y cada uno de ellos recibió entre un mínimo de 2.700 y un máximo de 5.700 kilómetros, con un promedio del orden de 4.300 kilómetros. Todo ese sistema tiene ahora 250 locomotoras y 13.000 vagones, cifras que ofrecen una buena imagen de las reducidas dimensiones del material rodante y la capacidad operativa de cada una de estas empresas. A título de comparación formal, conviene recordar que el ferrocarril en su conjunto tenía 3.000 locomotoras en 1970, cantidad que se redujo a la mitad diez años después, mientras que los vagones de carga, para esas mismas fechas, habían caído desde 86.000 a 40.000. No resulta extraño, por eso, que se hayan dejado de lado los proyectos tradicionales que promovían la fabricación local de esos equipos; el parque actual no ofrece posibilidad alguna de que su renovación (y presunto aumento) permita alcanzar las economías de escala mínimas para esas actividades industriales. Esta dificultad se ve agravada por el hecho de que la fragmentación de la propiedad tiende a reducir la cantidad de unidades que debe comprar cada empresa concesionaria.
Todas esas empresas comenzaron a operar entre 1991 y 1994, con desfasajes en el tiempo que dependieron de las dificultades de cada trámite de concesión. En su primer etapa, ellas recuperaron parte de la carga perdida en los años previos a la entrega de los servicios. Para 1997, habían logrado alcanzar un transporte de 17 millones de toneladas anuales, cantidad semejante a los valores de mediados de la década del ochenta, pero cercano al doble de lo movilizado en el crítico período de transición de 1991-92, cuando el sistema sólo logró llevar 9 millones de toneladas. Esa tendencia se corresponde con la evolución a mediano plazo supuesta por las empresas en sus ofertas (con excepción del Mesopotámico, que apenas logró captar la mitad de la carga prevista) y responde más a la experiencia histórica que a una ganancia de cargas. En cambio, las tarifas aplicadas cayeron entre 10% y 40% respecto a lo supuesto en las proyecciones realizadas en 1992 para obtener la concesión; esa caída fue producto inevitable de las nuevas condiciones competitivas con otros medios debido a los cambios mencionados en las condiciones del mercado. En consecuencia, los ingresos en pesos se redujeron en 1997 al 60% de lo previsto originalmente para esa fecha. Las concesionarios facturaron en conjunto durante ese año 180 millones de dólares (con un máximo de 48 millones del BAP y un mínimo de 10 para el Mesopotámico)[14].
Para lograr esos resultados, hicieron inversiones en equipos y organización que llevaron a aumentar la especialización de las cargas, mejorar el sistema de comunicaciones (que ya había llegado a grados abrumadores de obsolescencia) y concentrar los movimientos en los corredores decisivos del sistema. Las inversiones fueron distintas a las exigidas por los pliegos, que no se ajustaban a las reales necesidades del servicio, y esas diferencias fueron motivo de conflictos que prosiguen hasta la actualidad. El monto total de esas erogaciones fue de 280 millones de dólares hasta diciembre de 1997 (último año para el que se dispone de cifras), lo que arroja un promedio aproximado de 60 millones de dólares anuales.
La relación entre las inversiones y la facturación de las empresas (que fue lógicamente menor a la mencionada en los años previos a 1997) sugiere el esfuerzo realizado por estas, aparte de la necesidad de solventar el déficit operativo en la primer etapa. Los fondos para inversión surgieron de aportes de capital más endeudamiento. El esfuerzo de las empresas se explica por la desproporción entre el reducido tamaño económico de cada una (medido en términos de sus ingresos), frente a la magnitud de la infraestructura que deben operar (y que fue aportada, en el inicio, por el sector público y que permanece teóricamente como de propiedad estatal). Esa divergencia explica que estos no puedan encarar proyectos de envergadura, salvo que las operaciones esperadas ofrezcan una tasa muy alta de rentabilidad, pese a las necesidades objetivas del sistema[15].
La importancia de la inversión, frente a la magnitud relativa de las concesionarias, no tiene un correlato equivalente cuando se la compara con las necesidades potenciales del servicio en las condiciones de obsolescencia que éste presenta. La relación entre las erogaciones de capital y la longitud de la red de cargas señala que esas inversiones apenas se acercan a 3.000 dólares por kilómetro de vía por año. Esta cifra sólo puede tomarse como un orden de magnitud, que no puede trasladarse directamente a las mejoras físicas ocurridas, pero adelanta su escasa dimensión. Ese resultado ofrece sólo una primera aproximación, porque la inversión realizada incluye ciertas erogaciones decisivas en actividades que prácticamente no existían (como las comunicaciones), que no se pueden considerar como de renovación sino como de expansión y modernización[16]. No hay duda de que esas decisiones conducen a una mayor eficiencia, aunque no modifican la condición general de mal estado de la red. Hay otras decisiones que tienden a modificar los resultados, como las compras de equipos usados (mayoritarias en estos últimos años), cuyo valor monetario no refleja la utilidad que pueden prestar en un sistema tan atrasado como el ferroviario argentino.
Para verificar esas cifras, se han tomado de las estadísticas de importación nacionales, las partidas referidas a material ferroviario para el período 1990-96. Esas partidas incluyen las compras externas de material para los subterráneos porteños (que fueron entregados en concesión) y las importaciones potenciales de los ferrocarriles provinciales (que deben estar en un mínimo cercano a cero) y que son difíciles de separar en una primera aproximación al tema. En cambio, esas partidas resultan representativas del ingreso real de equipos al sistema puesto que se sabe que prácticamente todas las actividades fabriles locales en esos rubros han quedado suspendidas. Las series indican que se importó por un valor inferior a un millón de dólares en el trienio 1990-92, y apenas dos millones en 1993, en la última etapa de semi parálisis técnica de la administración estatal; luego de la privatización se nota un alza relativa, que en el quinquenio 1993-98 permite llegar a un promedio de 20 millones de dólares anuales (con un mínimo de 11 en 1994 y un máximo de 35 en 1997). La mitad de los cien millones totales del quinquenio fueron destinados a la compra de locomotoras de distinta procedencia y, en general, ya usadas (como surge de constatar sus precios unitarios y los informes de las empresas); la otra mitad se divide en numerosos bienes de costos reducidos. Estas importaciones son apenas la tercera parte del total declarado por las concesionarias; la diferencia puede originarse en la compra de otros equipos, como los de comunicaciones (que se registran en el rubro con ese nombre y que no permiten una clasificación por usuario final) y en posibles obras civiles[17].
Si se tiene en cuenta que construir un kilómetro de vía nueva cuesta alrededor de medio millón de dólares de promedio (con los equipos y material rodante), resulta claro que el proceso de inversión que se está llevando a cabo no alcanza a renovar ni el uno por ciento anual del capital potencial instalado; es decir que la renovación total del sistema llevaría cien años al ritmo de este último quinquenio. En compensación, puede arguirse que las empresas no utilizan toda la red que se les concesionó y que su estrategia tiende a concentrar sus inversiones en los corredores troncales. La información disponible es poco precisa al respecto, pero, si se tomara sólo a estos (ignorando la situación de los otros que están cayendo en un proceso de deterioro casi definitivo), se duplicarían, o triplicarían, las estimaciones previas. Aún así, estas relaciones difícilmente se acercarían a valores del 3% anual del capital teórico instalado, lo que implica que la renovación del núcleo del sistema obsoleto heredado de la administración estatal demandaría más de 30 años.
La escasa magnitud de esas inversiones surge desde el punto de vista macroeconómico, cuando se trata de analizar las posibilidades de recuperación del ferrocarril. En cambio, desde una perspectiva microeconómica, ella se explica por la escasa demanda de carga, que reduce los ingresos de los concesionarios y disminuye las necesidades de material rodante mientras exige de estos un esfuerzo financiero para sostener el servicio en estas condiciones de relativa precariedad. Lógicamente, las empresas privadas deben limitarse a las inversiones que resulten rentables o imprescindibles, pero no pueden encarar aquellas que sólo tendrían sentido a muy largo plazo o bien que se justifiquen en razones de mayor integración del territorio nacional.
La diferencia entre costos privados y beneficios sociales queda clara. Las empresas no pueden encarar ciertas inversiones estratégicas, tanto por su lógica de rentabilidad como por su reducida dimensión relativa (debida a los criterios aplicados en la privatización). La sociedad no puede beneficiarse si no es a través de la acción del Estado. Este, a su vez, ha dejado esa infraestructura pública en manos de las empresas y no exhibe disposición a invertir, tanto por razones ideológicas como por las restricciones fiscales a las que está sometido. Las decisiones oficiales de no subsidiar el tráfico de cargas, y de no sostener la estructura de vía, sumadas a la larga serie de medidas que modificaron el contexto de mercado en el que operan las empresas ferroviarias, son causas decisivas de ese letargo en el proceso de renovación[18].

Características de la carga
Las estadísticas de carga transportada en 1997 por las cinco concesionarias privadas exhiben el carácter cada vez más especializado que ha adquirido el servicio ferroviario en el país. El 45% del tonelaje total se origina en productos agrícolas (con una parte menor en forma de aceite, que es un derivado directo de aquellos). Ese tráfico es decisivo para el Ferroexpreso Pampeano (para el que representa 91% de sus operaciones) y para el Nuevo Central Argentino (con el 66% de su movimiento total). El 29% adicional se clasifica como materiales de construcción y se origina básicamente en cemento, clinker y otros, que son transportados, en especial, por Ferrosur hacia y desde las plantas de cemento de Olavarría (y para quien representan 76% de la carga de su red). Esos dos rubros explican las tres cuartas partes del tráfico total y señalan la fuerte dependencia de los ferrocarriles de carga de algunos productos. En rigor, las dos empresas más diversificadas son el BAP (que carga 30% de su total con productos agrarios, 21% con materiales de construcción y 15% con petróleo), y el Mesopotámico (que apenas transporta un millón de toneladas, monto que lo hace poco representativo de las nuevas tendencias).
La especialización por productos coincide con la concentración de la carga sobre ciertos ejes ferroviarios. Los cinco ramales definidos por los destinos Mendoza-Buenos Aires, Olavarría-Buenos Aires, Rosario-Villa María-General Deheza, Rosario-Buenos Aires y Bahía Blanca-General Pico, que suman alrededor de 2.500 kilómetros de longitud (el 12% del total de cargas), sostienen el tráfico del 60% de los 17 millones de toneladas transportadas por las concesionarias en 1997. Otros ramales con reducido movimiento tienden a abastecer a estos, mientras quedan líneas extensas con carga de menor significación. Esa marcada especialización en el tipo de mercancía, concentrada sobre estrechas franjas geográficas, ha favorecido el uso de vagones especiales en numerosos servicios y promovió la búsqueda de mejoras en el manipuleo de la carga; esas mejoras tienden a aumentar la eficiencia del sistema en esos circuitos, pero con escaso potencial aparente para el aumento futuro de actividades.
La comparación de la carga ferroviaria con la oferta de los productos que se transportan ofrece un indicador adicional de la capacidad potencial del sistema que permanece sin aprovechar. La producción de cemento osciló entre 5 y 6 millones por año durante la década del noventa, de las cuales, sólo 20% se transportó por ferrocarril. La producción de granos y oleaginosas se mantuvo encima de los 50 millones de toneladas anuales, de las que el ferrocarril cargó 8 millones en 1997; es decir que lleva el 16% de ese total mientras que más del 80% se moviliza por camión. Estos casos decisivos permiten decir que el sistema apenas puede captar una parte menor de aquellas cargas que representan las tres cuartas partes de sus despachos actuales. Las supuestas ventajas naturales que debería disponer en ese ámbito han quedado relegadas por sus fallas de oferta[19].
El ferrocarril ha comenzado a cargar contenedores, básicamente con origen o destino en el puerto de Buenos Aires, aunque su número total sólo llegó a las 34.000 unidades cargadas equivalentes de 20 pies en 1997 (con más de la mitad concentradas en la línea del BAP). Esa cantidad es poco significativa y queda por ver hasta qué punto el sistema podrá mantener un ritmo adecuado de expansión de dicho mecanismo.
Conviene insistir en que los datos señalan una concentración de los movimientos sobre algunos ramales troncales. La densa red histórica del sistema ferroviaria ha quedado reducida a unas pocas líneas que operan efectivamente en la actualidad. Es decir que las mejoras parciales aplicadas en algunos de esos ejes troncales contrastan con el deterioro continuo de la infraestructura en amplias zonas de la red. En una gran parte del ámbito geográfico nacional (sobre todo, fuera de la zona pampeana) surge una espiral perversa de efectos recíprocos: la falta de servicios contribuye a desalentar la producción local, mientras que la mera inexistencia de ésta última reduce el incentivo a ofrecer transporte ferroviario, lo que conduce al abandono de la infraestructura de vías e incrementa el costo a mediano plazo de proveer de nuevo el servicio.
Hay numerosas estaciones abandonadas en el interior del país, muchas de las cuales son ocupadas por familias sin recursos en busca de vivienda. La falta de controles, paralela a la supresión de los servicios, permite el hurto o el deterioro de instalaciones fijas, que destruyen el capital básico heredado. La dimensión real de esos problemas no está bien cuantificada aunque no hay duda de que estos ejercen un creciente efecto negativo. Un estudio universitario localizó al menos unas 300 localidades urbanas en la Argentina que han quedado sin servicio de transporte; como el ferrocarril tampoco fue reemplazado por el automotor, esas localidades han quedado aisladas y reflejan la existencia de "zonas territoriales que no tienen futuro"[20].
La antigüedad de los puentes y estructuras de vía es otro dato clave. Su obsolescencia obliga a los trenes a mantener velocidades inferiores a 20 kilómetros por hora a lo largo de extensos tramos, incluyendo varios de los ejes troncales de carga. En los tramos que han quedado más o menos abandonados, esas velocidades ya llegan a ser difíciles de sostener sin riesgo de accidentes. El ferrocarril ha quedado reducido a su mínima expresión y sobrevive concentrado en franjas menores y cargas específicas. Todavía no hay signos claros de que pueda sobreponerse a los problemas y asumir el desafío de los nuevos sistemas de carga que comienzan a ponerse en marcha en el mundo. Para que ello ocurra, deberá superar otros problemas derivados de la situación actual que deben analizarse por separado.

Conflictos de objetivos e incertidumbres para el sistema
Los criterios adoptados para la privatización generaron inconvenientes operativos y legales. Muchos de ellos plantean todavía dificultades para la evolución del sistema. Uno de esos legados radica en el peaje que algunos servicios deben pagas a los concesionarios de otros. Las empresas que operan servicios de pasajeros de larga distancia deben pagar peaje a los concesionarios de cargas por un valor que fijan unilateralmente estos últimos, de acuerdo a las normas de la privatización. Las provincias que pusieron en marcha trenes de pasajeros se niegan a pagar esos montos, porque los consideran muy caros y poco relacionados con el servicio correspondiente. La unidad ferroviaria de la provincia de Buenos Aires, por ejemplo, reclama que le cobran derechos por el paso de trenes a lo largo de vías que no permiten ir a velocidades mayores a 27 kilómetros por hora, con tramos que ese límite se reduce a 15 km./h[21]. Las quejas se potencian por el hecho de que los servicios de pasajeros que se prestan son deficitarios y están encarados básicamente por razones sociales. El conflicto ha generado reclamos cruzados entre las empresas, las provincias y la Nación. Las concesionarias optaron por descontar esos débitos del canon que, a su vez, deben pagar al estado nacional, aunque esa decisión no ha resuelto ni la polémica al respecto ni el balance real del sistema.
El pago de peaje se aplica también en el sentido contrario, dado que los trenes de carga deben pagar un canon a las empresas que operan los servicios suburbanos para utilizar sus vías en el ámbito de la ciudad de Buenos Aires. El conflicto resulta semejante al ya mencionado. El precio de esos peajes es elevado y los servicios deben combinarse con los horarios de los trenes de pasajeros, complicando la fluidez del tráfico que debe entrar naturalmente a la ciudad para entregar sus cargas o para llegar al puerto.
Otros problemas radican en los cambios operativos y regulatorios para todo el sistema de transporte, que afectaron el cumplimiento de las inversiones programadas y redujeron la ya baja rentabilidad potencial del ferrocarril de carga. Esos cambios explican, en general, que las proyecciones efectuadas por los empresarios que se presentaron a la privatización no se adecuaran a la realidad posterior. En efecto, en esos mismos años de transición, el gobierno modificó todas las normas que afectan al transporte por carretera y fluvial, entregó en concesión oleoductos y gasoductos, cambió los precios relativos de los combustibles y otros insumos claves, etc., de modo que las condiciones de competencia con el ferrocarril fueron cambiando con el transcurso del tiempo. En particular, se llevó a cabo la privatización de los puertos, marítimos y fluviales del país; por diversas razones, algunos fueron trasladados a las provincias, que a su vez, los entregaron en concesión bajo diferentes formas y regulaciones. La cantidad y fragmentación de los concesionarios de puertos, aumentado por la creación de nuevos puertos privados en ciertos lugares estratégicos, generó dificultades para la negociación de acuerdos operativos entre los distintos medios. Sólo en algunos casos aislados, todavía excepcionales, se observa cierta colaboración directa entre partes, como ocurre con algunos puertos especializados en el movimiento de aceite sobre el Paraná que han integrado sus tareas con el ferrocarril Nuevo Central Argentino.
Un caso particular lo ofrece el puerto de Buenos Aires, que todavía es el mayor del país. Este puerto se redujo debido a que una gran parte de su extensión fue transferida a usos urbanos debido a su posición cercana al centro de negocios de la ciudad (conocida como Puerto Madero por razones ahora tradicionales). Ese desplazamiento llevó a cierto grado de saturación del resto, de modo que ahora se está planificando una ampliación, que debe ganar espacios al río para concretarse sin afectar a la trama urbana. El lugar elegido es una zona aledaña al Puerto Nuevo, que linda a su vez con uno de los bordes del centro de la ciudad. Ese ambicioso proyecto demanda grandes erogaciones que no incluyen, curiosamente, la necesidad de acompañarlo con el trazado de líneas férreas (o la mejora de las existentes). Es decir que no se asegura el movimiento fluido de entrada y salida de las mercancías. La falta de conexión entre ese nuevo complejo portuario y la red de cargas ferroviarias reduciría la capacidad operativa de ésta última a niveles mínimos si, como todo lo indica, la economía nacional continua basada en una amplia dependencia del comercio exterior[22].
La ausencia del ferrocarril en el diagrama de ese proyecto no es casual. Ella converge con las intenciones de diversos organismo públicos y privados de mantener las líneas de carga alejadas de la ciudad, aunque este sea el núcleo receptor y emisor de las mayores cargas en el país.
Uno de los proyectos en consideración pretende crear varios centros de destino o salida de las cargas ferroviarias en zonas de la periferia urbana para evitar que "entren en la ciudad". Esa propuesta no parece tener en cuenta que esas mercaderías atravesarán igual la urbe sobre camiones que deberán llevarla a su destino final, con mayores dificultades para el tráfico urbano y demandas sobre la red de avenidas ya congestionada[23]. Esa tendencia comenzó a consolidarse con el decreto nacional 837/98 que desafecta la mayoría de los terrenos utilizados para playas de carga por los ferrocarriles en la zona urbana de Buenos Aires; la medida, pese a las protestas de la cámara de concesionarios, sigue en vigor. Ese ejemplo, más allá de su importancia específica, explica que el avance potencial del sistema se fuera postergando a la espera de una definición más clara del horizonte institucional y de mercado que acompaña a la privatización.
La relativa prioridad otorgada por la política oficial a la construcción de autopistas, a su vez dadas al sector privado para que las explote por el sistema de peaje, es otra fuente de incertidumbre para el futuro del ferrocarril. Los efectos sobre la estructura global del sistema de transporte son difíciles de prever, pero no parecen positivos para las cargas por riel. Los problemas más evidentes radican en la decisión de construir nuevas rutas y puentes de grandes luces sobre los ríos Paraná y Uruguay. Ninguno de esos proyectos incluyen cruces de ferrocarril, de modo que su paulatina concreción va a incidir sobre la infraestructura de transporte en favor del automotor. Entre los casos más significativos figura el puente vial Rosario-Victoria, que cruza el Paraná, los sucesivos puentes con el Brasil, sobre el río Uruguay, y el proyecto de puente Buenos Aires-Colonia, sobre el Río de la Plata, que promete ser uno de los más extensos del mundo cuando se concrete. Todos esos puentes funcionarán como parte medular de las conexiones terrestres entre la Argentina y Brasil; su desarrollo se verá impulsado por el avance del Mercosur y prometen convertirse en ejes de los corredores del tráfico futuro (como ya lo son el complejo Zárate-Brazo Largo y el túnel Santa Fé-Paraná), volcando en fiel de la balanza hacia el automotor en la medida en que no enfrentarán la competencia del ferrocarril. No está de más señalar que estos puentes requerirán aportes del Tesoro nacional (como ya se decidió para el que unirá Rosario-Victoria), en forma de subsidios, para que sean rentables, de modo que la política oficial vuelca sus decisiones concretas hacia una preferencia por el transporte carretero que modifica las condiciones del mercado en contra del riel.
Un último aspecto negativo para el futuro del ferrocarril reside en la intensa demanda que se siente en el mercado inmobiliario por los terrenos que dispone en zonas urbanas. El interés de los agentes económicos privados se refleja en repetidas acciones oficiales tendientes a captar recursos por la venta de esas propiedades, que requiere desafectar el servicio de trenes. Esas demandas comenzaron a notarse desde el mismo inicio de las acciones de privatización de los ferrocarriles y sus argumentos se veían reforzadas por el pobre servicio brindado por estos en la etapa final de su operación como empresa estatal. El propio ministro de Obras y Servicios Públicos de la Nación explicaba, en 1990, que se debía "sacar al ferrocarril del sector urbano central, con la intención de vender sus terrenos"[24]. En ese mismo año se comenzó a preparar un proyecto de urbanización de la zona de Retiro (donde se ubican las terminales de tres líneas de larga distancia) donde los ferrocarriles disponen de cerca de 100 hectáreas en un área privilegiada de la ciudad de Buenos Aires, y con elevado valor inmobiliario. Ese proyecto se contradecía con los requerimientos propios del servicio ferroviario y quedó postergado, por diversas razones, aunque la presión por esas tierras no dejó de sentirse en toda la década (incluyendo la franja lateral que ya se desafectó para ensanchar la Avenida del Libertador). Otros proyectos, como los destinados a eliminar las playas de carga y de suprimir algunos ramales urbanos, tienen el mismo sentido y dieron origen a la creación de un ente oficial específico destinado a la venta de terrenos ferroviarios urbanos (que se denomina  ENABIEF)[25].
Se ha estimado que las tierras potencialmente disponibles del ferrocarril en la Capital tienen un valor de mercado del orden de 800 millones de dólares, aunque algunas parcelas pueden ver multiplicado su precio actual si se lotearan para usos urbanos, diferencia que atiza el interés de los agentes inmobiliarios. En el resto del país ocurren situaciones similares desde el momento en que el gobierno nacional decidió donar a las municipalidades las tierras que eran desafectadas de la actividad ferroviaria. La debilidad relativa de las concesionarias ferroviarias sumada a la ausencia de un organismo oficial que actúe en defensa del transporte por riel como un bien público cuyos beneficios sociales a mediano plazo pueden superar los costos de oportunidad que aparecen en la coyuntura, contribuyen a recortar las posibilidades operativas de este medio sin que se avizoren, todavía, los cambios de orientación deseables.

Grandes proyectos y perspectivas
La pobreza de las situaciones mencionadas contrasta con algunos proyectos sumamente ambiciosos que aparecen en torno al futuro ferroviario. Algunos de los más difundidos plantean la construcción de nuevas líneas que unifiquen los movimientos de carga por riel a lo ancho del continente. Ese es el caso del llamado Traspatagónico, que uniría el sur de la Argentina y Chile, así como del Trasandino, que haría lo mismo en el extremo norte de ambas naciones; para consolidar estos proyectos sólo faltaría construir un par de cientos de kilómetros de vía que armen los ejes principales. Esa tarea resulta menor frente a la necesidad evidente de efectuar reparaciones y mejoras en profundidad en el resto de la línea existente, con costos enormes pero decisivos para asegurar el fin buscado[26].
Otra posibilidad está dada por la unificación de la red mesopotámica argentina con las del Sur del Brasil, recientemente privatizadas. A mediados de 1998, los concesionarios de la primera le vendieron su sociedad a la empresa que opera la red del país vecino, como parte de un programa de armonización de un sistema global que tendría 20.000 kilómetros de vía en el sureste del continente. Esas negociaciones no han terminado, todavía, y su futuro plantea problemas apreciables debido al estado actual de las líneas y la escasa experiencia de sus operadores[27]. Los primeros proyectos comerciales suponen que un tren de Buenos Aires a San Pablo tardaría al menos una semana en recorrer esa distancia cuando se resuelvan ciertos inconvenientes en el recorrido (entre los que se cuentan las restricciones al paso de trenes en el puente Zárate-Brazo Largo, único de ese tipo sobre el Paraná, pero que ofrece problemas de mantenimiento bastante graves que se sienten también en el tráfico vial).
La construcción de esas enormes redes continentales está todavía en proyecto, del mismo modo que algunas líneas de pasajeros de larga distancia y la electrificación de ciertos servicios suburbanos. La lista es amplia e incluye propuestas alemanas para construir un tren de alta velocidad entre Buenos Aires y Mar del Plata (400 kilómetros) y otras, pero que por ahora están relegadas al futuro más o menos mediato.
La única línea nueva construida en el país en ésta década es una suburbana, conocida como Tren de la Costa, que se extiende a lo largo de sólo 15 kilómetros, a lo largo de una antigua traza desafectada del servicio a comienzos de la década del sesenta. Este emprendimiento se basa en una serie de actividades y negocios inmobiliarios y comerciales colaterales que le dan vida, más que en el intento de construir un servicio ferroviario y marca, como pocos, los límites que enfrenta el sistema cuando la rentabilidad privada de corto plazo se enfrenta a los beneficios sociales que no se expresan en el sistema de mercado.
El futuro del ferrocarril, como medio de enlace y optimización de los movimientos del sistema productivo agro alimentario de la Argentina, depende, todavía, de su capacidad futura para atenderlos y, sobre todo, de decisiones macroeconómicas que limitan su rol en un proyecto de desarrollo y modernización nacional.






[1] La historia clásica del sistema es todavía la escrita por Raul Scalabrini Ortiz en su "Historia de los Ferrocarriles Argentinos", cuya primera edición es de1940, y que se caracteriza por su cuidadosa información y sus fuertes críticas al capital inglés. Un analizado posterior, más matizado y desde el punto de vista de un economista, es el libro de Eduardo Zalduendo, "Libras y rieles", Editorial El Coloquio, 1973, que compara el desarrollo de los ferrocarriles argentinos con los de Canadá, India y Brasil en una detallada exposición de mercados y situaciones de la segunda mitad del siglo XIX, bajo la hegemonía británica.
[2] Paul Goodwin, en "Los ferrocarriles británicos y la U.C.R., 1916-1930", Ediciones La Bastilla, Buenos Aires, 1974, ofrece un buen análisis de los conflictos políticos y sociales que conmocionaron a esas empresas en ese período de huelgas sindicales y gobiernos reformiastas en la Argentina.
[3] Hay un somero relevamiento de la información disponible respecto a los sistemas técnicos del ferrocarril y sus efectos en el mercado de transportes en Jorge Schvarzer, "La industria que supimos conseguir. Una historia económico-social de la industria argentina", Editorial Planeta, Buenos Aires, 1996.
[4] Ricardo Ortiz, en su "Historia Económica de la Argentina", Editorial Plus Ultra, Buenos Aires, 1964, ofrece un buen análisis de la expansión geográfica y técnica de los ferrocarriles. Se destaca, en particular, el capítulo sobre los medios de transporte entre 1900 y 1930 en el Tomo II que analiza buena parte de esta problemática.
[5] No se dispone todavía de un estudio exhaustivo de los ferrocarriles durante ese período, pero se pueden confrontar con provecho los estudios de Raúl García Heras sobre "Las compañías ferroviarias británicas y el control de cambios en la Argentina durante la Gran Depresión", Desarrollo Económico, Buenos Aires, número 116, enero-marzo de 1990, y "Automotores norteamericanos, caminos y modernización urbana en la Argentina, 1918-1939", Libros de Hyspamérica, Buenos Aires, 1985.
[6] Este tema ha sido objeto de una extenso debate que continúa hasta la actualidad. Una posición muy crítica del mecanismo de la estatización, que analiza las diversas posiciones al respecto, se encuentra en el artículo de Gustavo Polit, "Orígenes y Resultados de la Nacionalización de los Ferrocarriles", Fichas de Investigación Económica y Social, número 4, diciembre de 1964. Una visión positiva de esa compra se encuentra en el capítulo referido a los ferrocarriles del libro de  José García Vizcaíno, "Tratado de política económica argentina", Eudeba, Buenos Aires, 1974, que justifica el 60% del precio pagado a las empresas privadas por el valor de la tierra poseído por el sistema. Este autor no menciona que la mayor parte de esa tierra había sido otorgada gratuitamente por el propio estado argentino a esos empresarios, junto con la respectiva concesión, para que pudieran llevar a cabo las obras.
[7] Este tema fue objeto de múltiples debates hasta que Horacio Nuñez Miñana y Alberto Porto exhibieron los estudios definitivos sobre la evolución de las tarifas del ferrocarril en su artículo, "Inflación y tarifas públicas: Argentina, 1945-1980", Desarrollo Económico, Buenos Aires, número 84, enero- marzo 1982. Ese trabajo confirma que las tarifas ferroviarias cayeron a la mitad, en términos reales, entre 1945 y 1951, respecto a los promedios del quinquenio anterior, y que, desde entonces,oscilaron en torno a ese último valor durante el cuarto de siglo siguiente.
[8] La relación entre el déficit ferroviario, el déficit del presupuesto y los conflictos económicos y sociales de la década del sesenta están bien analizados en la obra de Richard Mallon y Juan Sourrouille, "La política económica en una sociedad conflictiva. El caso argentino", Amorrortu editores, Buenos Aires, 1973.
[9] Un temprano análisis detallado de varios de los problemas que se mencionan aquí  se encuentra en Víctor Testa, "Factores objetivos y subjetivos en la crisis de los ferrocarriles argentinos", Fichas de Investigación Económica y Social, número 4, Buenos Aires, 1964. Tambien puede verse nuestro texto: Jorge Schvarzer, "Los ferrocarriles, su auge, su crisis y su resurrección", Competencia, número 135, Buenos Aires, 1974. Los conflictos sindicales tuvieron gran impacto sobre las áreas urbanas, dado que el ferrocarril era crucial en el transporte de pasajeros en Buenos Aires; el efecto de esos problemas sobre la evolución de la empresa, lo hemos analizado en Jorge Schvarzer, "Du transport ferroviaire a l'omnibus. Pratiques urbaines a Buenos Aires", en Jean-Paul Deler, Emile Le Bris y Graciela Schneier (editores), "Les metropoles du Sud au rieque de la culture planetaire", Karthala, Paris, 1998.
[10] Estos datos provienen de estadísticas de la empresa ferroviaria, recopiladas y publicadas por el Consejo Nacional de Desarrollo (CONADE), Buenos Aires, en 1962. Los datos del mismo tipo se repiten en los sucesivos programas de desarrollo y diagnósticos de situación sobre el sistema de transporte. El primero de ellos y, sin duda, el más difundido fue el diagnóstico de CEPAL," El desarrollo económico de la Argentina", Santiago de Chile, 1957, que tiene un capítulo especial sobre este sector. Uno de los datos que se destacan de este informe es que ya a mediados de la década del cincuenta el ferrocarril exhibía cierta incapacidad de atender la oferta de cargas por sus condiciones de obsolescencia técnica y de falencias organizativas, lo que explicaba su continuo deterioro operativo.
[11] El primero de estos planes fue propuesto por una misión del Banco Mundial que vino a estudiar los problemas del sistema ferroviario, presidida por el general Larkin (del ejército norteamericano). Su diagnóstico y propuesta, motivo de diversas críticas, fue presentado en 1961 y conocido popularmente con el nombre de ese funcionario
[12] Todos los datos de carga, pasajeros y kilómetros de línea en operación están tomados de las series preparadas por la Secretaría de Transporte del gobierno nacional, que figuran en sus diversas publicaciones anuales o en las recopilaciones del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos.
[13] Una excelente presentación del proceso mencionado se encuentra resumida en Ruth Felder, "EL Estado se baja del tren; la política ferroviaria del gobierno menemista", Realidad Económica, número 123, Buenos Aires, 1994. Esta autora está terminando su tesis sobre "La privatización de los ferrocarriles en la Argentina, El nuevo rol del Estado", en la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires, de donde se han tomado varias consideraciones para este texto.
[14] Todos estos datos están tomados de las publicaciones de Ferrocamara, el organismo que asocia a los conesionarios de trenes de carga; en especial, de su folleto "Los ferrocarriles de carga bajo el régimen de concesión privada", mimeo, Buenos Aires, 1998.
[15] A modo de comparación, conviene señalar que el ferrocarril frances,  o el aleman, factura magnitudes del orden de los 15.000 millones de dólares, y que que los cinco mayores ferrocarriles norteamericanos exhiben un promedio del orden de 9.000 millones de dólares de ventas anuales (de acuerdo a los listados de ventas de las mayores empresas del mundo que publica la revista Fortune). Esas dimensiones les permiten programar inversiones de miles de millones de dólares que resultan impensables para empresas como las argentinas, que perciben 30 ó 40 millones de dólares por año por su actividad. El problema del menor tamaño de las empresas locales tiende a agravarse a medida que en los Estados Unidos ocurre un rápido proceso de concentración de líneas en busca de ganar eficiencia operativa y economía de escala, dado que la tecnología moderna parece incompatible con empresas de pequeña dimensión.
[16] Un comentario del diario "La Nación, del 20-8-1997, mencionaba que todavía había estaciones, y pasos a nivel del ferrocarril, donde las señales se transmitían mediante lámparas a kerosén.
[17] Las estadísticas de importaciones fueron calculadas a partir de las series del Instituto Nacional de Estadística y Censos para las partidas que corresponden a material ferroviario (numeradas desde el 86.01 hasta el 86.10 en la nomenclatura arancelaria) y teniendo en cuenta las correcciones a esa clasificación que se realizaron en dos oportunidades en la década del noventa.
[18] Algo similar ocurre con el sistema ferroviario suburbano. Las empresas que actúan en éste parecen dispuestas a encarar ciertas inversiones específicas, como la incorporación de coches con servicio de aire acondicionado, siempre que se les reconozca un aumento en las tarifas que les brinde el beneficio esperado. En cambio, no están dispuestas, ni pueden encarar la reestructuración de la infraestructura de vías necesaria para suprimir la enorme cantidad de pasos a nivel que subsisten en la ciudad, pese a que esa solución permitiría aumentar la frecuencia de tráfico y mejorar la seguridad del servicio. Ellas se enfrentan al problema,  bien conocido, de que no pueden captar el beneficio derivado de los menores costos de espera de los automovilistas que cruzan esas vías, o los beneficios para el medio ambiente, porque esas demandas objetivas no aparece como factor en el mercado. Es decir que el carácter de bien público de esos efectos hace que sólo pueda ser atendida por el estado.
[19] No se debe presumir que el ferrocarril podría llevar el 100% de esas cargas, dado que algunas de ellas se originan lejos de estaciones o demandan recorridos muy cortos para llegar a su destino. El cemento, por ejemplo, sólo se despacha por tren en el tramo Olavarría-Capital, que une la mayor fábrica de ese producto con su mayor mercado final. De todos modos, las cifras sugieren que hay posibilidad de una expansión de esos servicios que se debería definir por estudios en profundidad.
[20] Esta frase está tomada de los estudios al respecto del Instituto de Geografía de la Universidad de Buenos Aires y su relato resumido en Yanez, L, "El impacto territorial de la globalización", exposición del 29-9-1998 en el Programa de Políticas de Estado de la Universidad de Buenos Aires y publicado luego por este último, Buenos Aires, mimeo.
[21] Ver, por ejemplo, las presentaciones al respecto que hizo la provincia ante la Comisión Nacional del Transporte, y los comentarios del mismo origen, referidos a costos y calidad del servicio de vía, en los diarios "Página 12", Buenos Aires, del 18 de agosto de 1995 y "Clarín", del 8 de octubre del mismo año.
[22] Por otra parte, la actividad operativa del puerto de Buenos Aires fue dividido entre varias empresas que compiten entre sí y se enfrentan a otra basada en la zona sur del Riachuelo y bajo jurisdicción de la provincia de Buenos Aires, de modo que el número de agentes que interviene en esta decisión es muy amplio y complejo.
[23] Esta propuesta figura en un trabajo colectivo que recibió el premio 197 de la Fundación Benito Roggio y fue publicado por ésta con el título "Estrategias para el transporte en el área metropolitana de Buenos Aires, Buenos Aires, 1997.
[24] Declaraciones del ministro, J. Dromi, en el diario "La Nación", Buenos Aires, 16 de marzo de 1990.
[25] Un informe oficial afirma que se transfirieron unas 5.000 hectáreas de terrenos ferroviarios a distintas municipalidades del país y que hay otras 8.000 hectáreas en proceso de entrega. Parte de ese reparto se origina en el cierre de estaciones, ya que de las 2.500 que existían en todo el territorio nacional, hay muchas cerradas definitivamente y mil que no operan y están en condiciones de clausurarse. Ver diario "La Nación", del 16-9-1996.
[26] Un reciente decreto del gobierno nacional establece que esos proyectos podrán utilizar las vías que se desmonten de líneas en desuso, según La Nación, 19 de abril de 1999. Esta medida parece reconocer los costos de esos proyectos, pero propone como solución seguir utilizando rieles e instalaciones que han consumido con creces su vida útil en una nueva prueba de la brecha abierta entre las expectativas,  las necesidades y las posibilidades del sistema ferroviario local.
[27] Las propuestas definitivas no han tomado aún estado público, pero se conocen algunos elementos por trascendidos a la prensa, como en los artículos al respecto publicados el 16 de febrero y 22 de agosto de 1998 en el diario "La Nación", Buenos Aires, que se han utilizado como referencia.